Como miembro de la segunda Escuela de Vallecas, liderada por Benjamín Palencia, Luis García-Ochoa representa con esta obra la pervivencia de una cierta reflexión sobre el paisaje que ha dado importantes frutos en el arte español del siglo XX. Pero mientras la citada escuela buscaba plasmar la crudeza de la tierra española en tonos ocres, interesada por el páramo desolado, García-Ochoa aplica en su obra una poética de color completamente liberado y autónomo, entre el fauvismo y el expresionismo, que escapa de aquella visión hacia un concepto entre lúdico y dramático. En la composición, unos árboles y un sendero son apenas el pretexto para emprender una investigación ante todo de carácter cromático: a partir de un tema sencillo, se diría que de repertorio, y con una gama basada fundamentalmente en verdes, bermellón y magenta, con algún toque de tierra tostada, azul y blanco, consigue una valoración contundente del color, al abrigo de un cierto barroquismo, en un celaje que dialoga y provoca un intencionado ruido visual, con las masas arbóreas que parecen contener su expansión.
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