Colección
El príncipe de Asturias, futuro Carlos IV
- 1783
- Óleo sobre lienzo
- 160 x 116 cm
- Cat. P_144
- Encargo al autor por el Banco Nacional de San Carlos en 1782
En la sociedad del Antiguo Régimen las efigies reales, desde sencillas estampas a óleos declamados por los más insignes pinceles, vendrían sin duda a suplir la presencia física de determinados miembros de la familia real en un sinfín de ceremonias públicas e institucionales por todo el feudo hispano. A comienzos de 1783 se aborda la adecuación de un inmueble, alquilado al conde de Sástago en la calle de la Luna, como sede del naciente Banco Nacional de San Carlos. Por ello, y con objeto de presidir el dosel de la Sala Grande de Juntas Generales de este edificio, la propia institución recurre al pintor Mariano Salvador Maella (1739-1819) para la realización de un retrato de Carlos III y su correspondiente pareja de efigies de los príncipes de Asturias. La primera junta de accionistas se celebraría el 20 de diciembre de 1782, todavía de manera provisional en «[…] la posada del Excmo. Señor Dn. Manuel Ventura Figueroa, Governador del Consejo Patriarca electo de las Indias», con toda seguridad sin retrato alguno del monarca. No obstante, el 21 de enero del año siguiente Maella redactaba al conde de Floridablanca la siguient e misiva: «Exmo. Sor. Los Directores del Banco Nacional de San Carlos me han hablado para que le s haga los retratos del Rey, de los Príncipes nuestros Señores y demas Personas Reales, para colocarles en la Sala de la Dirección del Banco. Yo les he respondido que me era imposible complacerles respecto a que apenas me basta el tiempo para las obras que de orden de S.M. estoy trabajando, y que lo mas que puedo hacer por ahora para servirles es que a mi vista copie los retratos uno de mis discípulos pero como de qualquier modo no me parece justo sacar yo mismo ni permitir se saquen copias de unos retratos hechos de ordn. de S.M. sin saber si sera de su Rl. agrado. Suplico a V.E. rendidamente se digne mandar avisar lo que devo hacer en este asunto pues sin su ordn. a nada procedere». En efecto, la opinión de Carlos III en lo concerniente a este asunto de protocolo iconográfico no se haría esperar, ya que el 27 de enero se contesta al mencionado secretario de Estado: «Exmo. Sr. Parece que no habrá inconveniente en que se hagan estas copias por el discípulo que Maella dice. Que se haga».
Era totalmente cierto que a comienzos de 1783 Mariano Maella estaba inmerso en la realización de varias comisiones ya autorizadas por el propio monarca, siendo una de ellas un monumental lienzo representando la «Asunción de la Virgen» como advocación del altar mayor de la Colegiata de Talavera de la Reina. Este llamamiento se enmarcaba en el contexto del frenético mecenazgo artístico que discurría a través de toda la diócesis del poderoso arzobispo de Toledo, Francisco Antonio Lorenzana. Además, en lo que respecta al propio capítulo de retratos, nuestro protagonista testimonia en uno de sus memoriales cómo: «[…] En el año de 83 hizo de orn de S.M. los Retratos del Rey y Principes N. Sres. para remitirlos al Sor. Infante Dn. Luis y otro de S.M. para Constantinopla». En efecto, en la testamentaría de 1797 del infante don Luis aparecen inventariados estos tres retratos como de Maella, pasando a continuación por herencia a la condesa de Chinchón y por consiguiente a la colección de Manuel Godoy. Tras la incautación de los bienes del Príncipe de la Paz, Frédéric Quilliet también los cataloga, aunque ya como anónimos, e incluso el retrato de Carlos III con armadura simplemente como «copia de Mengs». Estos cuadros, con el resto de la colección de Godoy, fueron depositados en la Real Academia de San Fernando para bastante tiempo después —en febrero de 1891— ser seleccionados de igual modo sin autoría con destino a la Escuela de Bellas Artes y Oficios de Bilbao y se depositarían más adelante, en 1913, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. El desconocimiento de la trascendental noticia acerca de esta procedencia del infante don Luis ha comportado que estos lienzos —de los que ya se puede afirmar sin lugar a dudas que son originales de mano del propio Mariano Maella— hayan permanecido hasta la fecha bajo la atribución de su discípulo Ginés Andrés de Aguirre, incluso a pesar del reciente levantamiento del depósito de Bilbao, en mayo de 2013, por parte de la propia Real Academia de San Fernando.
El prototipo de esta pareja de retratos de Carlos y María Luisa de Parma sería concebido por Mariano Salvador Maella en 1782 en el contexto de la comisión de un extenso gabinete de unas diez efigies de la familia real, que se enviaría a Lisboa en octubre de ese año a modo de íntimo presente de Carlos III a la reina María I de Portugal. En esta coyuntura es incuestionable que el valenciano proyectaría de manera casi simultánea un par de juegos de retratos de los príncipes de Asturias, uno para ser remitido a la corte portuguesa y otro con la finalidad de preservarse en su propio taller, por si en un futuro se requerían nuevas versiones. Esta práctica de realizar ricordi de retratos tuvo que estar bastante extendida. En lo que concierne a nuestro prototipo de 1782 de los príncipes de Asturias muy pronto habría de llegar la solicitud inaugural de nuevas copias: en 1783 una pareja para el Banco de San Carlos, objeto del presente estudio, y otra algo después llamada a remitirse al infante don Luis en su destierro en el palacio de la Mosquera en Arenas de San Pedro.
Como ya se ha advertido en alguna otra ocasión, esta iconografía de los príncipes de Asturias proyectada en 1782 por Mariano Salvador Maella nacía llamada a sustituir la oficialidad del anterior prototipo de 1766 de su maestro Anton Rafael Mengs. En la etiqueta de la corte hispana la omnipresente imagen mengsiana de Carlos y María Luisa de Parma había tenido una pervivencia de casi dos décadas. Carlos III sería sin duda de la opinión de que ya era conveniente proyectar a sus súbditos un nuevo mensaje dinástico para unos príncipes llamados a alcanzar muy pronto el trono de España. Uno de los detalles más reveladores de la gran trascendencia de este llamamiento de Maella es que el pintor obtuviera el permiso para esbozar los rostros del natural «[…] teniendo la honra de hacerlos por las mismas personas Rs.». De hecho, en esta circunstancia pudo quizás incluso residir la explicación de por qué la junta del Banco de San Carlos recurriría al valenciano, en detrimento de otros pintores de cámara como Francisco Bayeu, para la materialización de los retratos llamados a presidir el protocolario dosel de la Sala Grande de Juntas Generales. En este moderno prototipo de Maella se advierte, además del implacable paso del tiempo en los rostros, una programática actualización de la escenografía cortesana. Si en 1766 Mengs inmortaliza en un jardín a un joven matrimonio que se acaba de casar, ahora en 1782 el valenciano es requerido para componer unos retratos de vocación bastante más oficial y pública. La originaria imagen del príncipe Carlos, cuya principal actividad parece centrase en la caza, ha dejado aquí paso a la de un heredero capaz ya de asumir la tremenda responsabilidad que suponía la Corona española. Por otro lado, en 1766 María Luisa de Parma aún no había sido madre, mientras que en 1782 a sus treinta y un años la princesa había tenido ya al infante Carlos Clemente, lamentablemente fallecido en 1774, y en 1781 acababa por fin de nacer otro nuevo heredero varón, el infante Carlos Eusebio. Además, en fechas coincidentes a la concreción material de esta pintura de Maella, la princesa daría a luz a la infanta María Luisa Josefina, aunque acontecería de manera casi simultánea la muerte, con poco más de cuatro años, de su hija la infanta María Luisa Carlota. De hecho, no puede ser casual que Maella represente a la princesa de Asturias con un traje de color azul y blanco a modo de sutil alusión visual al manto de la Inmaculada Concepción.
Nada más conocer Maella a comienzos de 1783 este posible encargo por parte del Banco de San Carlos, el artista procede a solicitar la pertinente autorización de Carlos III para poder reproducir el aludido modelo de 1782 de los príncipes. Esta precaución por parte del valenciano en replicar una iconografía concebida en principio tan sólo para encargos que emanaran directamente del propio monarca y no de la corte, contrasta sin embargo con la libertad de actuación que disfrutaría su competidor Francisco Goya tan sólo unos años después, a comienzos de 1789, al concluir la siguiente iconografía oficial de Carlos y María Luisa de Parma. En el archivo del Banco de España se ha localizado la noticia inédita de que Maella, en persona, cobraría tres mil seiscientos reales por la realización de este gabinete de retratos, aunque el comitente estuviera apercibido de que su realización material sería tan sólo por parte de un asistente, pero bajo la supervisión del maestro y es de imaginar que con algunas de sus pinceladas en zonas muy concretas de la pintura. Como si de una fábrica se tratara, Maella cobra estos lienzos copiados por algún discípulo como si fueran suyos, de igual modo que a lo largo de 1789 Francisco Goya facturaría multitud de retratos de Carlos IV y María Luisa, que por fuerza tuvieron que ser ejecutados por su discípulo Agustín Esteve.
En paralelo, la documentación localizada en el archivo de esta institución viene a testimoniar cómo estos retratos de los príncipes de Asturias del Banco de San Carlos continuarían presidiendo el dosel de la Sala Grande de Juntas Generales, incluso a lo largo de todo el reinado de Carlos IV. Como se ha comentado con anterioridad, este pendant se completaría en el taller de Maella con una réplica del retrato de Carlos III con armadura de Mengs, a imagen del otro gabinete que se remitiría más adelante al infante don Luis. No obstante, hacia 1786 en esta institución bancaria esta imagen del monarca se consideraría anticuada y se comisionaría a Francisco Goya la realización de un retrato de cuerpo entero. Todavía queda pendiente profundizar en las razones por las que en los últimos años del reinado de Carlos III acontece un fugaz intento por modificar la iconografía del monarca, y en este moderno contexto habría que entenderse la comisión a Francisco Goya de la serie de efigies de Carlos III como cazador y la ya mencionada en traje de corte del Banco de San Carlos.
Los retratos de Carlos IV y María Luisa de Parma, compañeros de la obra Carlos III con armadura (también en la Colección Banco de España), fueron encargados en 1782 a Mariano Salvador Maella y realizados en su taller, probablemente por Andrés Ginés de Aguirre, quien ya se enfrentó en 1760 a encargos de la monarquía, como un retrato de Carlos III. Al tratarse de obras que repiten las fórmulas de modelos conocidos, ambas fueron inicialmente atribuidas a Anton Raphael Mengs, bajo cuyo nombre figuran en los inventarios del Banco de San Carlos realizados en 1847 con motivo de su integración con el Banco de Isabel II. Durante la década de 1980 se los consideró obra de Luis Paret, olvidando que un informe de 1868 las atribuía ya a Maella, quizá por conocimiento del documento de encargo, repetidamente citado.
Se conservan varios ejemplares iguales de esta pareja de retratos. Los más conocidos son los del Museo de Bellas Artes de Bilbao, atribuidos igualmente a Paret, los que fueron de la colección Navas de Madrid, que Beruete y Mayer llegaron a atribuir a Francisco de Goya, y otra pareja perteneciente a Patrimonio Nacional, sita en el monasterio de la Encarnación de Madrid y atribuida a Antonio Carnicero.
El retrato del joven Carlos IV no responde a ningún prototipo conocido de Mengs, pero su semejanza, a pesar del matiz más íntimo, con los que años más tarde realiza el pintor valenciano en un tono más oficial y solemne (los del palacio de Pedralbes, en Barcelona, y la Academia de San Carlos, de México), permite asegurar que se concibieron en su taller, aunque haya constancia documental de que fue debido a la mano de un hábil colaborador.
Según señala Javier Portús, los inventarios del Banco y sus predecesores permiten conocer con cierta precisión las ubicaciones que tuvieron ciertas obras hasta mediados del siglo XIX. Según el «Inventario de las alhajas y muebles que existen en el banco Nacional de San Carlos y se hallan en las oficinas que se expresan», citado por Portús, la pareja formada por Carlos IV y María Luisa de Parma, aún príncipes, acompañaría al retrato de Carlos III de Francisco de Goya, en buena lógica con el papel representativo de las pinturas, en la Sala de Juntas de la primitiva sede del Banco de San Carlos en la madrileña calle de la Luna.
Comentario actualizado por Carlos Martín
Fue el séptimo hijo de los entonces reyes de Nápoles, Carlos VII —futuro Carlos III de España— y su esposa María Amalia de Sajonia. Los cinco primeros habían sido hembras; el sexto, Felipe —discapacitado de nacimiento— no era apto para reinar; así, don Carlos sería reconocido como príncipe heredero. Todavía nacieron dos niñas, que murieron al poco tiempo, y cuatro varones: Fernando, futuro rey de Nápoles; Gabriel; Antonio Pascual, y Francisco Javier.
Con una educación no muy cuidada, demostró pronto tres marcadas aficiones: la música —fue el gran protector de Boccherini en Madrid—, las artes mecánicas y, especialmente, la caza. También demostró una gran sensibilidad para las artes plásticas: fue el rey de Goya como Felipe IV lo había sido de Velázquez.
En agosto de 1759, al morir Fernando VI sin hijos, fue proclamado rey de España su hermano, Carlos III. Este dejó la Corona de Nápoles, bajo la regencia de Tanucci, a su hijo Fernando. En diciembre de 1759 fue la entrada solemne en Madrid, donde las Cortes juraron al príncipe como heredero. En 1762 quedó decidido el enlace con su prima María Luisa de Parma, hija de los duques de Parma. La boda efectiva no se llevó a cabo hasta septiembre de 1765 en San Ildefonso. Este matrimonio mantuvo una indudable compenetración hasta el final; tuvieron doce hijos, de los que sobrevivieron Fernando, el sucesor, los infantes Carlos y Francisco de Paula y las infantas Carlota Joaquina, María Amalia, María Luisa e Isabel.
El comienzo del reinado de Carlos IV coincide con la reunión en Francia de los Estados Generales y el inicio de la Revolución. A partir de ese momento su preocupación fue salvar a su primo Luis XVI, quien le designó jefe de la Casa y se puso en sus manos. La política respecto al proceso revolucionario lo llevó a sustituir primero a Floridablanca y luego a Aranda, por Godoy como primer secretario de Estado y del Despacho, quien intentó salvar a Luis XVI. Cuando este fue condenado a muerte y decapitado, no vaciló en sumarse, con el asentimiento del rey, a la Primera Coalición europea.
Declarada la guerra por los convencionales franceses y tras una primea fase favorable a las armas españolas, a partir de 1794 la reacción nacional francesa fue efectiva y llegó a provocar la invasión de España por los dos extremos de los Pirineos, Rosas y Guipúzcoa, lo que llevó a buscar la paz que se logró con el tratado de Basilea de 1795. El acuerdo fue bien acogido y le valió a Godoy el título de «Príncipe de la Paz», pero España quedaba al margen de la Coalición y más afectada que nunca por la tradicional hostilidad de Inglaterra. En 1796 Godoy optó por la vuelta a la política de Pactos de Familia, pero sin familia. El Tratado se San Ildefonso (1796) marcó en adelante el horizonte internacional de España y, cuando Francia cayó bajo Bonaparte, se convirtió en supeditación de España a los intereses de Francia.
Los embajadores franceses —procedentes de la Convención— trajeron todos los prejuicios antimonárquicos alimentados por la Revolución y, desde el extremo opuesto, se hicieron foco de maledicencia los diplomáticos ingleses. Así surgieron los turbios rumores sobre la presunta relación de la reina con el valido. Esta chismografía se convirtió en pauta de toda la historiografía posterior. Sin embargo, el conocimiento de la correspondencia cruzada entre la reina y el valido, demuestra un respetuoso acatamiento por parte de Godoy y un afecto con matices maternales por parte de la reina, que doblaba la edad de Godoy y era una mujer destrozada por los embarazos. Y como orientador último de la política general siempre aparece la referencia a un rey menos inepto de lo que se ha creído. La pareja compartía una fe absoluta en la capacidad del valido.
Carlos IV no olvidó nunca su identificación con los intereses de la Casa Real de Francia y la posibilidad de una restauración en la persona del conde de Provenza, futuro Luis XVIII. En 1798, cuando el Directorio descubrió esta doble línea diplomática, exigió a Carlos IV el cese de Godoy, que fue sustituido por Saavedra y Jovellanos, y luego por Urquijo. El cambio que supuso la llegada al poder de Bonaparte, permitió a Carlos IV llamar de nuevo a Godoy.
El primer compromiso con Francia fue la guerra contra Portugal, plataforma política de Inglaterra en el continente. Godoy neutralizó la resistencia portuguesa (guerra de las Naranjas) y evitó la entrada de las tropas francesas, al mismo tiempo que salvaba la monarquía de los Braganza, por el criterio de lealtad dinástica de Carlos IV. El tratado de Badajoz de 1801 permitió simplemente la rectificación de la frontera, incorporando a España la plaza de Olivenza. Esta paz fue mal acogida por Napoleón, que se sintió burlado.
La boda en 1802 del príncipe de Asturias, Fernando —dominado por el nefasto influjo de su preceptor el canónigo Escóiquiz, enemigo del valido— con la princesa María Antonia de Nápoles, convirtió la corte de los príncipes en foco de intrigas a favor de la diplomacia británica y en contra de Godoy. Cuando la princesa murió, Escóiquiz cambió de táctica; Napoleón se había proclamado emperador en 1804, y Fernando se dirigió a él para solicitar la mano de una princesa francesa, en una maniobra contra Godoy y sus padres.
Descubierta la que se llamó la «conspiración de El Escorial» —que cerró con el perdón del rey a su hijo—, Godoy comprendió lo que podía esperar del futuro Fernando VII. De aquí su supeditación a la política del emperador francés como única garantía de protección en el futuro. Godoy cayó en la trampa del Tratado de Fontainebleau, que volvía a la ofensiva contra Portugal para excluir a los ingleses del continente. El tratado incluía un reparto de Portugal, pero Napoleón pensaba en la reestructuración de la península a favor de Francia. Al comprender que Napoleón estaba tratando de convertir la «colaboración armada» en ocupación efectiva, Godoy decidió seguir el ejemplo de la familia real portuguesa, que había huido al Brasil. La familia real española se trasladó a Aranjuez, primera etapa hacia Andalucía, para embarcar en Sevilla a Nueva España. Pero fue entonces cuando los afectos al príncipe de Asturias provocaron el Motín de Aranjuez de 1808, que derrocó al valido y obligó a Carlos IV a abdicar en su hijo, que de inmediato se puso bajo la protección del emperador francés. Napoleón se presentó como árbitro conciliador, pero para anexionarse el reino, y obligó a acudir a todos los miembros de la familia real a Bayona. Allí, obligó a Fernando VII a devolver la Corona a Carlos IV, y a este a abdicar en su persona.
Los Reyes padres, acompañados de Godoy, fueron recluidos en Fontainebleau, prisioneros hasta la caída de Bonaparte. Posteriormente se instalaron en Roma y al final de la guerra reconocieron a Fernando VII como rey de España. Mantuvieron bajo su protección a Godoy, a quien la reina constituyó en su heredero. En 1819 falleció María Luisa en Roma; Carlos IV que se hallaba en Nápoles visitando a su hermano Fernando VII, murió pocos días después. Quizá la imagen más fiel de la personalidad de Carlos IV la dio Bonaparte: «un patriarca franco y bueno».
Extracto de: C. Seco Serrano: Diccionario biográfico español, Madrid: Real Academia de la Historia, 2009-2013.
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