Mariano Salvador Maella

València 1739 - Madrid 1819

Por: Manuela Mena

Hijo de un modesto pintor valenciano del mismo nombre, Mariano Salvador Maella nació en València en 1739, si bien cuando el futuro artista era aún niño su familia se trasladó a Madrid, donde su padre lo colocó en el taller del escultor Felipe de Castro. Ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1752 por consejo de su maestro, y obtuvo varios de los premios de pintura que atestiguaban tanto su calidad como la adecuación de su estilo a los ideales de la institución, entonces dirigida por Antonio González Velázquez. En 1759, a los veinte años y después de un período en que residió en Cádiz (seguramente con su familia y tal vez con la intención de haber viajado todos a América a probar fortuna), Maella se trasladó a Italia solo y por sus propios medios, ya que la institución no le había otorgado una de las becas de estudio. Solicitó, sin embargo, una ayuda extraordinaria de la Academia de San Fernando para completar su formación artística en la Roma, donde mediado el siglo XVIII, a la influencia del estilo de Corrado Giaquinto y del ya tardío rococó, se unían los incipientes ideales neoclásicos. Los cuatro reales al mes que le concedió la Academia eran suficientes, ya que contaba con el patrocinio del franciscano José Torrubia; a la muerte de este, consiguió un apoyo decidido de la Academia de San Fernando, de 400 ducados, que equivalía en realidad a las becas oficiales.

Del período romano, el Museo del Prado guarda un interesante cuaderno de dibujos, un conjunto notable de copias que revelan los intereses del joven Maella por recoger con precisión en iglesias y palacios diversas esculturas clásicas y pinturas, o detalles de figuras, de artistas del Renacimiento y del clasicismo romano del siglo XVII.

A su regreso a España en 1764 el artista fue elegido miembro de la Academia de San Fernando, si bien fue aún más decisiva su vinculación al rey como pintor de cámara y a las órdenes de Anton Raphael Mengs. Realizó entonces numerosas decoraciones del Palacio Real, así como obras para otros encargos regios, como ideas para los cartones de la Real Fábrica de Tapices o gran parte del monumental conjunto de frescos del claustro de la catedral de Toledo. Por otro lado, a su carrera cortesana se unía su vinculación a la Academia de San Fernando, de la que fue teniente director de Pintura en 1782, director de Pintura en 1794 y director general en 1795, a la muerte de Francisco Bayeu.

Maella alcanzó finalmente en 1799 el puesto de primer pintor del rey, junto a quien había estado a sus órdenes desde 1785, Francisco de Goya. Había desarrollado asimismo otras funciones al servicio del rey, como la redacción de inventarios de la Colección Real o la dirección del equipo de pintores que, como restauradores, mantuvieron en buen estado la numerosa e importante colección de pinturas del rey. Además, tanto para el rey como para otras personalidades de la corte, el artista había tenido desde sus inicios una importante faceta de retratista, en la que siguió, con su técnica brillante y colorista, las ideas de perfección y cercanía al modelo de Mengs.

En el nuevo siglo, Maella fue perdiendo el favor de sus mecenas, de los personajes de la política, como el influyente Godoy, más interesado por Goya, e incluso de los reyes. Del rey José Bonaparte Maella aceptó condecoraciones y premios y, sin haber tenido apoyos de figuras políticas de importancia como ocurrió con Goya, fue depurado como funcionario al regreso de Fernando VII, aunque se le concedió, «por vía de limosna», una pensión vitalicia. Murió en 1819.

Maella fue, sin duda, junto a Francisco Bayeu, uno de los artistas más significativos e influyentes entre los que trabajaron para la corte en la segunda mitad del siglo XVIII y alcanzó los máximos puestos cortesanos. Su pintura se ciñe en las composiciones al orden racional del neoclasicismo; mantuvo el movimiento y la brillantez de colorido del tardobarroco o del rococó, que hundía sus raíces en las obras de Corrado Giaquinto. Su técnica fácil, que revela sus orígenes valencianos, de pinceladas libres, sueltas y delicadas, se diferencia de la de otros artistas de su tiempo y protagoniza sus cuadros de altar y sus bocetos. En las obras de gran formato —especialmente en los grandes frescos decorativos de colegiata de La Granja (1772), la capilla del Pardo (1778), el claustro de la catedral de Toledo (1775-1776) o la Casita del Príncipe del Pardo (1789)—, siguiendo las directrices racionalistas de Mengs, permanece el gusto por un número importante de figuras, así como la gracia clásica y delicada en las actitudes de los personajes, el exquisito preciosismo de los detalles, como en las manos o en el movimiento sutil de las cabezas, y la belleza envolvente de los plegados de los paños.