Colección
Pequeño bodegón azul
- 1969
- Óleo sobre lienzo
- 33 x 24 cm
- Cat. P_647
- Adquirida en 2001
Se trata de uno de los bodegones contemporáneos más parcos de la Colección Banco de España. En la parte inferior del lienzo, en su eje central, se aprecian un huevo representado de forma realista y una copa, o su sombra clara, dotada de una sustancia evanescente. Una gran porción de la superficie pictórica está ocupada por un espacio plano y oscuro, aunque salpicado de pequeños puntos blancos, que permite entrever la trama de la tela y crea una peculiar atmósfera. Una franja horizontal de un negro más liso en la parte inferior del lienzo parece servir de soporte a los objetos mencionados que, si no fuera por ello, parecerían gravitar en el vacío. El huevo aparece dispuesto de tal modo sobre este soporte que da la sensación de desprenderse de la superficie pictórica, como si estuviera a punto de caer sobre el espacio delantero, el espacio real que ocupa el espectador. Su situación sobre este plano horizontal recuerda un recurso habitual en un sinfín de bodegones barrocos. Las silenciosas e inmóviles figuras de este Pequeño bodegón azul, su austeridad y su quietud recortada sobre un fondo oscuro y silencioso, armonizan con la gran tradición de las naturalezas muertas de Zurbarán y de Sánchez Cotán.
Dos años antes de pintar este cuadro, en 1967, Hernández Pijuan, uno de los pintores españoles más destacados de la segunda mitad del siglo XX, confesaba sentirse extraviado en sus investigaciones informalistas, una vía que le había conducido a centrarse especialmente en la materia pictórica. A medida que el interés por esta fue disminuyendo, se sintió cada vez más atraído por las superficies vacías, por los espacios desiertos y el imperativo de establecer una relación entre los objetos y estos espacios. Los objetos deben tener una entidad propia, reflexionaba, pero su equilibrio solo se explica en relación con el espacio. Confiesa haber resuelto finalmente el problema cuando advirtió que su auténtica materia era el espacio mismo. Este cuadro es una de las formas de materialización pictórica de esta solución. Hernández Pijuan acababa de emprender la elaboración de una serie de bodegones en los que reduce al máximo el repertorio de objetos, limitado a tres iconos: una manzana cortada, y, como en este caso, una copa y un huevo. Estuvieron a punto de anunciar una vuelta al bodegón tradicional, si bien sus composiciones se detuvieron en el lugar exacto en el que advirtió que el espacio era el objeto mismo del cuadro. Se trata de un descubrimiento primordial para su poética, ya que Hernández Pijuan llegaría a confesar que su mayor y más constante preocupación ha sido la de convertir al espacio en el protagonista de su pintura. Y así, en grandes espacios vacíos sitúa estos objetos como foco de atención, haciendo de este tipo de composición el centro neurálgico de la mutación que se está operando en su espacio pictórico. Eran objetos cercanos, pintados invariablemente con realismo sobre fondos oscuros que adquirían una dimensión metafísica; respondían igualmente a la necesidad de «recuperar lo vivido, lo que conocía, lo que quería, lo que estaba cerca de mí, lo que entendía». A ese escueto repertorio se sumarán enseguida sus útiles de trabajo, «cosas» igual de cercanas. La desnuda presencia de los objetos se encuentra con la resonancia íntima y sosegada que transmite lo cotidiano. A diferencia de otras naturalezas muertas que pintó en este periodo, la copa se aparta aquí de esa voluntad naturalista, para convertirse en una especie de sombra clara o figura inasible o intangible. En todo caso, son siempre objetos muy simples, con un alto grado de perfección formal, que transmiten una sensación de aislamiento y de cosa íntegra, exacta. «Estos primeros objetos los pinto con voluntad de dar soporte, como elementos mínimamente expresivos, al vacío monocromo sobre el que se sitúan. Configuran acotaciones o referencias al espacio». Independientemente de su origen esencialmente pictórico, en estos bodegones de Hernández Pijuan reverberan esas atmósferas despojadas de algunos cuadros de la historia de la pintura que dan la impresión de estar cruzadas por el revoloteo de un alma.
La Colección Banco de España posee otra obra de Hernández Pijuan, Les albes de Segre, de 1982, una muestra de su forma de sugerir paisajes por medio de una mezcla de memoria, experiencia y emoción, correspondiente a un periodo posterior de su trayectoria artística.
La colección posee dos piezas de Joan Hernández Pijuan representativas de su producción en la década de 1960 y mitad de la década de 1980. La primera pertenece a su pintura de carácter más metafísico, unos trabajos en los que el catalán ya anunciaba el cariz minimalizador (como le gustaba denominar a su pintura en contraste con lo minimal) que marcaría como una seña de identidad su trayectoria plástica a partir de finales de los años ochenta. En estos bodegones, que sin duda recuerdan a la tradición barroca casi desnuda de un Sánchez Cotán, el pintor incluía un objeto solitario en una esquina del lienzo. En Pequeño bodegón azul (1969), además de un huevo, también se entrevé la sombra de una copa. Sin embargo, la forma ovoide es la que tiene el gran protagonismo de la pieza, un huevo que está a punto de caer hacia nuestro lado, la zona de lo inmanente: esta conexión espacial contiene también ecos del Barroco español de raíz caravaggiesca.
Les albes de Segre (1982) es una pintura que muestra la predilección del artista por el paisaje, en este caso el amanecer en una comarca de la provincia de Lleida. En los paisajes Hernández Pijuan aborda su reflexión estética a partir de la memoria del entorno, una memoria entendida también como experiencia y emoción. En este sentido, hace suya una frase de la canadiense Agnes Martin, pintora a la que admiraba profundamente: «Todo aquel que sea capaz de estar un rato en el campo, sentado sobre una piedra, es capaz de ver mi pintura». Hernández Pijuan defendía, en este sentido, la práctica de la pintura como forma de conocimiento, afirmando que cuando un artista ya conoce un camino debía abandonarlo en búsqueda de uno nuevo. En este amanecer, las formas, casi construyendo un horizonte que divide la superficie de la tela, se perciben sutilmente surgiendo de una bruma de grises, blancos, ocres y azules. Se desperezan a la mañana solo insinuadas.
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