La manera de entender el paisaje de Benjamín Palencia en sus últimos años responde a su actitud habitual, mezcla de lenguaje de vanguardia y tradición a la hora de escoger los enclaves y aproximaciones al tema, unidos al desenfado en el uso, violento en ocasiones, de un cromatismo liberado y encendido. Quien en su juventud se aproximara al surrealismo para ofrecer excepcionales escenas con figuras torturadas de aspecto biomórfico, vuelve en su madurez a una poética más convencional que, sin embargo, sigue corriendo la aventura de lo nuevo para redescubrir el paisaje castellano.
Los objetivos planteados por la histórica Escuela de Vallecas, en la que Palencia, Alberto Sánchez, Francisco San José y Agustín Redondela, entre otros, plantearon una nueva mirada, telúrica, al territorio mesetario, dejaron una estela indeleble en la siguiente generación de pintores. Y se diría, ante los tres paisajes de la Colección Banco de España, que el legado del Benjamín Palencia maduro tiene que ver con el recuerdo de un impulso constante, de un magisterio en torno a la reconsideración, a la vez pictórica e ideológica, del agro ibérico. En ese sentido, Palencia no parece buscar ya tanto la poética del páramo desolado, sino explorar una mirada más optimista, como la del ciprés de Atardecer en Castilla (1974) —en el que parece resonar el «mudo ciprés» de Gerardo Diego, que también situó al árbol como metáfora de la mística del campo— o en la tierra labrada que promete sus frutos en Paisaje (1967).
Más obras de Benjamín Palencia