Formado al margen de las enseñanzas académicas y tradicionales por estar demasiado lejos de su manera de entender el arte, Benjamín Palencia aprendió de los grandes maestros de la pintura española —el Greco, Velázquez, Zurbarán, Goya, etcétera— a través de sus visitas regulares al Museo del Prado. Ahora bien, más que pretender imitar sus técnicas o lenguaje formal, lo que se propone Palencia es explorar nuevos caminos pictóricos que lo ayuden a hallar la narrativa que mejor se adapte a su particular visión del arte. Por ello, durante la primera etapa de su trayectoria su obra se consolida paralelamente a las tendencias artísticas predominantes, en especial al impresionismo, el cubismo, la abstracción y, sobre todo, el surrealismo.
Tras participar en la «Exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos» en el Palacio de Exposiciones del Retiro de Madrid en mayo de 1925 con una serie de bodegones y naturalezas muertas de influencia cubista, Benjamín Palencia viaja a París, donde entra en contacto con Picasso, Pablo Gargallo, Joan Miró, Georges Braque, Jean Cocteau, etcétera. Se trata de un viaje que además de permitirle conocer de primera mano lo que sucede en París en aquel momento, le inducirá a introducirse en la técnica del collage, contemplar la posibilidad de incorporar a su obra elementos matéricos —en especial la arena o cenizas— y empezar a esquematizar sus paisajes con el fin de absorber rasgos cubistas e inclinarse, poco a poco, a una práctica de la abstracción sumamente peculiar.
Sin Título y Nocturno, dos obras de la colección de reminiscencias surrealistas, pertenecen al período posterior a la estancia de Benjamín Palencia en París y vendrían a ser como un claro reflejo del estilo que caracteriza la Escuela de Vallecas, el proyecto que el artista concibe originalmente junto a Alberto Sánchez en 1927, aún en plena República; entre otras cosas, propugna la activación local del arte de vanguardia, la esquematización del paisaje, la absorción de rasgos cubistas y surrealistas, un progresivo camino hacia la abstracción y la combinación en sus telas de formas vegetales, animales y minerales. Todo ello con el fin de ofrecer, como se aprecia en Nocturno (1927), una más que particular visión del paisaje castellano, así como del mundo interior del artista a través de figuras que parecen como surgir de otro mundo.
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