Contemplando estas dos obras de Eduardo Sanz, nadie dudaría de que el mar está en sus genes desde que naciera en Santander en 1928. Lo que es difícil de comprender es cómo consigue entender, asimilar y plasmar con semejante nitidez la oscilación de una marea o la mecánica de un oleaje.
Conocido desde sus inicios por su adscripción a la abstracción informalista —fruto, posiblemente, de la influencia que recibió durante los años cincuenta de los preceptos del recién instituido grupo El Paso—, Sanz no tardó en abandonar su fase de adscripción a la abstracción para adentrarse en el terreno de la figuración expresionista y coquetear, a partir de ahí, con un estilo de carácter poscubista. Superada esta primera etapa referencial, Sanz investigó con nuevos materiales y técnicas y, en su intento por abrazar la tridimensionalidad trabajando a partir de planos que se van superponiendo, encontró en el espejo y el vidrio el tipo de soporte que mejor se adapta a lo que persigue en su investigación artística.
Distanciado de las tendencias de su época y empeñado en seguir un camino independiente, la obra de Sanz evoluciona hasta iniciar la producción, a mediados de los años setenta, de Las cartas de amar, una obra realizada a partir de banderas de señales navales, y que en consecuencia se adentra en el campo de la lingüística y de la escritura experimental. Tras un período de cuatro años en el que la pintura pasó a un segundo plano en favor de investigaciones creativas de diversa índole, Sanz volvió mostrar interés por pintar y catalogar todos los faros de la costa española. A partir de este momento su comunión con el mar será la que determinará no solo la temática de su madurez creativa, sino también el lenguaje hiperrealista con que resuelve obras como las dos que nos ocupan. Más que una imagen, se diría que estas obras representan el latido del mar a través de un movimiento continuo e imperecedero.
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