Con influencias de la pintura posimpresionista, cubista y fauve, la colección conserva dos pinturas de Menchu Gal: un bodegón de flores de primera época (1944) y un paisaje urbano. Debió de pintar el segundo, La plaza del pueblo, desde una azotea vecina. Huyendo de elementos retóricos, la pintora vasca vuelca la perspectiva, la pica, en esta obra de segunda época, a la manera de Matisse. La profundidad se convierte en un juego de superposición de colores saturados aplicados en estructuras para las cuales la plasmación lumínica del instante es esencial. Se eliminan los sfumati de tradición leonardesca en la descripción atmosférica: el aire es limpio, como tras una copiosa lluvia, un signo bastante habitual en su producción, que viene dado por su objeto fundamental de representación, su paisaje natal en el País Vasco; de hecho, la luz del Cantábrico influye en que sus obras aparezcan preñadas de color. Esta pintura se estructura a partir de pinceladas amplias, relegando al dibujo, tradicional arquitecto de la imagen, a un segundo plano. Si bien se parte de la observación directa, se interpreta con libertad.
Menchu Gal supo evolucionar, aunque mantendría a lo largo de su carrera ciertos elementos: la viveza cromática, la emancipación e independencia en sus decisiones expresivas y su visión personal de la realidad. Estas características, cercanas a describir una construcción romántica del comportamiento o manera de vivir del artista de las vanguardias en el París de finales del XIX y principios del XX, se produjeron sin embargo en el contexto de la Guerra Civil, la posguerra y el régimen franquista. Como diría Francisco Calvo Serraller: «Ella, en suma, continuó ahondando en los valores modernos de la Escuela de París, como muchos otros pintores españoles de las décadas de 1930 y 1940, los cuales rehusaron involucrar su arte en el crudo debate ideológico, aunque sin renunciar a las conquistas formales de las vanguardias».
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