Se trata de dos obras características del estilo más conocido del gran pintor madrileño Juan de Arellano, a pesar de que la firma haya sido rehecha en el curso de alguna de las restauraciones a las que se has sometido a ambas piezas. Seguramente fueron concebidas como pareja; la identidad de dimensiones y el hecho de hallarse firmado solo uno de los cuadros así parecen afirmarlo.
La delicada transparencia de los vasos de cristal y el ligero tono de las flores libremente colocadas, como sacudidas por el aire en una disposición suelta y ocasional, corresponde a una fase avanzada de su producción, en torno a las décadas de 1660 o 1670.
Las flores representadas son las características de Arellano: tulipanes, narcisos, campánulas, clavelinas, anémonas gigantes y, por supuesto, rosas. El hecho de que en uno de ellos se adviertan unos pétalos de tulipán caídos, y, en ambos, buena parte de las flores se muestren muy abiertas, a punto de deshojarse, cumplido ya su instante de esplendor, presta a estos floreros — como era habitual en el siglo XVII español— un sutil toque de advertencia moral ante la fragilidad de la vida y el carácter efímero de la belleza, que las convierte casi en vanitas desprovistas del carácter macabro usual, pero igualmente admonitorias.
Comentario actualizado por Carlos Martín
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