El especialista en pintura de flores más reconocido en la España del Barroco nació en la localidad madrileña de Santorcaz, próxima a Guadalajara. Cuando contaba ocho años falleció su padre, trasladándose entonces su familia a la vecina Alcalá de Henares. Allí hubo de recibir su primera formación artística en el obrador de un maestro todavía desconocido. Si bien, sus frecuentes visitas a Madrid le facilitaron el acceso a las corrientes pictóricas en la corte. Poco después se instaló definitivamente en la capital, donde se asentó como oficial en el taller de Juan de Solís en 1633. Allí no solo perfeccionaría su oficio, sino que con el tiempo establecería lazos familiares con el entorno de su maestro.
La primera noticia conocida sobre su trabajo ya lo relaciona con géneros decorativos, pues en 1636 pintó un carruaje para el duque de las Torres. A decir de Antonio Palomino, su primer biógrafo, su especialización en estos temas llegó tras una etapa inicial de indefinición, pues afirmaba que había sobrepasado la treintena «sin haber mostrado habilidad en cosa alguna». Quizá su despegue como artista de cierta entidad haya que situarlo un poco antes, a la vista de los datos de archivo publicados. Sin duda, su situación personal indica que al final de la década de 1630 debía de trabajar de forma independiente y con algún desahogo económico. Así, en 1639 se casó con María Banela, de la que enviudó prematuramente. Poco después, en 1643, contrajo matrimonio con María de Corcuera, sobrina de su maestro Solís. Gracias a esta unión emparentó con un clan artístico bien ramificado, que él mismo contribuyó a acrecentar, pues de los once hijos habidos en su segunda unión, nacidos entre 1648 y 1669, tres de ellos fueron también pintores y una de sus hijas se casaría con uno de los discípulos de Arellano.
Ese concepto de taller extenso, en el que diferentes maestros y oficiales excedían las conexiones profesionales merced a sus vínculos familiares y de amistad, explica también la dinámica de trabajo de la que Arellano se sirvió: con abundantes colaboradores. De hecho, la primera pintura firmada de su mano conservada es una guirnalda con un asunto alegórico, realizada a medias con Francisco Camilo en 1646. Si bien abordó otros géneros, Arellano encontró en la naturaleza muerta su principal campo de producción, más concretamente en la pintura de flores. Forjó una exitosa fórmula al combinar modelos flamencos e italianos en pleno auge en la Europa del siglo XVII, a los que sumó su propia experiencia ante el natural. El atractivo de sus obras tuvo rápido éxito y abundante demanda, a juzgar tanto por las noticias documentales como por las numerosas obras conocidas, tanto autógrafas como de su taller.
Al menos desde 1646 tenía tienda pública abierta en la calle de Atocha. De allí se trasladó hacia 1650 a los aledaños de la Puerta del Sol, en la calle Mayor frente a las gradas del convento de San Felipe. Su estrategia comercial dio rápidos frutos desde entonces, pues dominó el panorama del género los veinticinco años siguientes, con un variado repertorio de jarrones, guirnaldas y cestos de intenso colorismo. Su sentido orgánico de las formas vegetales, plenamente barroco, así como la organización de sus lienzos en parejas o conjuntos y la diversidad de formatos satisfacían plenamente las necesidades de una clientela cortesana. Tanto es así que su impronta es rastreable en el último cuarto de siglo a través de sus seguidores.
El especialista en pintura de flores más reconocido en la España del Barroco nació en la localidad madrileña de Santorcaz, próxima a Guadalajara. Cuando contaba ocho años falleció su padre, trasladándose entonces su familia a la vecina Alcalá de Henares. Allí hubo de recibir su primera formación artística en el obrador de un maestro todavía desconocido. Si bien, sus frecuentes visitas a Madrid le facilitaron el acceso a las corrientes pictóricas en la corte. Poco después se instaló definitivamente en la capital, donde se asentó como oficial en el taller de Juan de Solís en 1633. Allí no solo perfeccionaría su oficio, sino que con el tiempo establecería lazos familiares con el entorno de su maestro.
La primera noticia conocida sobre su trabajo ya lo relaciona con géneros decorativos, pues en 1636 pintó un carruaje para el duque de las Torres. A decir de Antonio Palomino, su primer biógrafo, su especialización en estos temas llegó tras una etapa inicial de indefinición, pues afirmaba que había sobrepasado la treintena «sin haber mostrado habilidad en cosa alguna». Quizá su despegue como artista de cierta entidad haya que situarlo un poco antes, a la vista de los datos de archivo publicados. Sin duda, su situación personal indica que al final de la década de 1630 debía de trabajar de forma independiente y con algún desahogo económico. Así, en 1639 se casó con María Banela, de la que enviudó prematuramente. Poco después, en 1643, contrajo matrimonio con María de Corcuera, sobrina de su maestro Solís. Gracias a esta unión emparentó con un clan artístico bien ramificado, que él mismo contribuyó a acrecentar, pues de los once hijos habidos en su segunda unión, nacidos entre 1648 y 1669, tres de ellos fueron también pintores y una de sus hijas se casaría con uno de los discípulos de Arellano.
Ese concepto de taller extenso, en el que diferentes maestros y oficiales excedían las conexiones profesionales merced a sus vínculos familiares y de amistad, explica también la dinámica de trabajo de la que Arellano se sirvió: con abundantes colaboradores. De hecho, la primera pintura firmada de su mano conservada es una guirnalda con un asunto alegórico, realizada a medias con Francisco Camilo en 1646. Si bien abordó otros géneros, Arellano encontró en la naturaleza muerta su principal campo de producción, más concretamente en la pintura de flores. Forjó una exitosa fórmula al combinar modelos flamencos e italianos en pleno auge en la Europa del siglo XVII, a los que sumó su propia experiencia ante el natural. El atractivo de sus obras tuvo rápido éxito y abundante demanda, a juzgar tanto por las noticias documentales como por las numerosas obras conocidas, tanto autógrafas como de su taller.
Al menos desde 1646 tenía tienda pública abierta en la calle de Atocha. De allí se trasladó hacia 1650 a los aledaños de la Puerta del Sol, en la calle Mayor frente a las gradas del convento de San Felipe. Su estrategia comercial dio rápidos frutos desde entonces, pues dominó el panorama del género los veinticinco años siguientes, con un variado repertorio de jarrones, guirnaldas y cestos de intenso colorismo. Su sentido orgánico de las formas vegetales, plenamente barroco, así como la organización de sus lienzos en parejas o conjuntos y la diversidad de formatos satisfacían plenamente las necesidades de una clientela cortesana. Tanto es así que su impronta es rastreable en el último cuarto de siglo a través de sus seguidores.