Colección
Esta pareja de lienzos representa un ejemplo bien característico del quehacer de Gabriel de la Corte, especialista en el subgénero floral en el último lustro del siglo XVII. Al ingresar en la Colección Banco de España mantenía esta atribución al maestro madrileño, pero un estado de conservación deficiente, con bastante suciedad acumulada en su superficie, la oxidación de los barnices y el efecto distorsionador de restauraciones previas complicaron tanto su visión, como su correcta catalogación. A eso se añadió el gran desconocimiento que entonces se tenía del artista, del que se arrastraban las mismas noticias desde prácticamente el siglo XVII, y la limitada producción segura que se le concedía. Todo ello, sumado a una tipología claramente inspirada en los jarrones pintados por Juan de Arellano, mejor estudiado y con mayor fama, provocó dudas sobre la vieja atribución. Por ello, prudentemente, el grupo se rebajó a la categoría de obra de un seguidor anónimo de Arellano, otorgándole una cronología extensa (1660-1690), fruto del reconocimiento de coincidencias formales con artistas italianos de fines de la centuria.
Como tales se han mantenido en las sucesivas ediciones del catálogo de las colecciones del banco, así como la consideración de «casi desconocido» para Gabriel de la Corte. Sin embargo, su restauración en los talleres del Museo Nacional del Prado en 2020 obliga a reconsiderar por completo esa clasificación aproximativa. De igual manera que los avances en el estudio del corpus pictórico de Gabriel de la Corte han aportado nuevas piezas de comparación que, ya bien entrado el siglo XXI, permiten caracterizar su técnica con mayor precisión.
El tratamiento de restauración ha revelado una calidad nada desdeñable, permitiendo recuperar la legibilidad de ambos lienzos. El trazo suelto, espontáneo, así como el colorido luminoso que acentúa el aspecto fresco de las plantas representadas, o la impresión de movimiento y organicidad son hoy bien reconocidos como rasgos del artífice madrileño, todos ellos detectables en los cuadros del Banco de España. Al igual que el empaste, denso y en ocasiones nada meticuloso, con el que perseguía más la captación del efecto de vida, que los pormenores taxonómicos de las flores. Esto no fue en detrimento de la calidad matérica, pues se detecta una cuidada superposición de pinceladas y transparencias, con las que sugería la varia tactilidad y cuerpo de las flores. También coinciden en ciertos detalles técnicos, como el uso de telas de trama ancha. Por todo ello, se pueden incluir sin dudas en el catálogo de Gabriel de la Corte.
El levantamiento de los barnices permite advertir una soltura de pincel contenida, no una pincelada deshecha, así como un vivo colorido que aproximan ambos floreros a las composiciones admitidas como más sobresalientes de De la Corte: dos guirnaldas florales firmadas en 1687 (Madrid, Universidad Complutense). Con ellas también coinciden en las medidas, virtualmente las mismas.
No así en lo que responde a la organización compositiva, que aquí depende de una tipología tradicional, como es el jarrón como base de una disposición radial de flores. En su caso, resulta evidente la deuda con Juan de Arellano, en cuyo repertorio abundan los floreros dispuestos sobre plintos o cubos de piedra desgastados, como la pareja que conserva la propia Colección Banco de España. Fuertemente iluminados sobre un fondo oscuro neutro, unos recipientes de cristal o metálicos aparecen rebasados por el exuberante despliegue de un ramo. La combinación de colores y formas vegetales alcanza los bordes del lienzo e, incluso, hojas y flores penden hasta descansar sobre la base pétrea. Partiendo de este esquema, con frecuencia eran concebidos para formar grupos de dos o incluso cuatro pinturas, como constatan tanto los conjuntos conservados como las noticias de archivo acerca de las colecciones madrileñas de los siglos XVII y XVIII.
En su breve biografía sobre Gabriel de la Corte, Antonio Palomino destacó que pintó «muchos juegos en diferentes casas, así de cestillas y jarrones de flores, como de tarjetas y guirnaldas». Para evitar la monotonía de un patrón repetitivo y resultar más sugestivos, en los lienzos compañeros era frecuente introducir variantes en los modelos de los floreros, así como en el repertorio de especies botánicas, como también hiciera Arellano.
Aquí se advierte esa intención al representar dos jarrones vítreos con aditamentos broncíneos diferentes, en cuyos interiores globosos se atisban los tallos rectilíneos sumergidos en agua. De la Corte repitió este juego en una pareja de floreros bien conocida y de autoría segura, con medidas y concepto análogos a esta. Se trata de dos lienzos de la Colección Abelló, que se vienen fechando en el último decenio de vida del artista. Su entonación general más terrosa y cálida justifica esa cronología amplia, a diferencia de los ejemplares del Banco de España, que se acercan más a las mencionadas guirnaldas de la Universidad Complutense.
En cuanto a las especies representadas, también remiten a las frecuentadas por Arellano. Si bien, como ya se ha advertido, su consecución formal, más esponjosa y suelta, la distancia de la definición del maestro de Santorcaz. A él evoca también la estrategia de distribución de las masas de color, concentrando en el centro del ramo las flores más claras, blancas o de un rosa pálido. En tanto en los extremos de la estructura radial que se genera se sitúan los tonos más oscuros y contrastados, como rojos o verdes. En este caso, a falta de comprobación técnica, pero a la vista de otras obras de De la Corte, es muy posible que algunos pigmentos de esta zona hayan oscurecido también debido a su composición.
En el primero de los lienzos, el recipiente destaca solo por su voluminoso pie labrado, sobre el que se yergue un ramo centrado en torno a unas rosas blancas, combinadas con otras sutilmente rosadas o amarillas. Alrededor, se disponen anémonas, tulipanes jaspeados de blanco y rojo, junto a narcisos amarillos y una inflorescencia del mismo color, tal vez de retama. Por último, circundando por el exterior se suceden los claveles, rosas rojas y alguna peonía, junto con otras anémonas y pequeñas ramillas de flores anaranjadas. Algunas de estas flores rodean el rico vástago dorado del recipiente y rozan el plinto, como los claveles, el iris azul y la bella de día que cuelgan a la derecha del espectador. Aunque el tratamiento es delicado y muy atractivo, el mayor interés se concentra en la idea de conjunto, antes que en la individualidad de cada espécimen, lo que dificulta a veces una identificación concreta. De la Corte puso más empeño en la morbidez dinámica y colorista, lo que, en términos de la España barroca recogidos por Palomino en su biografía, definiría la «gentil bizarría» que tanto atrajo a su público. El tratadista informaba de que los modelos de sus flores variaban, pues algunas eran copiadas directamente del natural, pero otras reproducían las ya pintadas por Juan de Arellano o Mario Nuzzi.
El segundo florero recuerda en sus formas a uno de los modelos más utilizados por Juan de Arellano. La estructura de un pie de bronce torneado, que soporta un cuerpo esférico de cristal, abrazado a su vez por un segundo aro metálico y labrado fue empleado por él en múltiples ocasiones, destacando las parejas pertenecientes a las colecciones Naseiro (1664) y Abelló (1667), ambas en Madrid. En cuanto a la distribución del ramo, repite el ritmo de su compañero, con un mayor predominio del blanco y algunas variaciones en las especies. Así, entre las identificables, se incluyen celindas y narcisos blancos. Como su compañero, la ausencia de un detallismo extremo no detrajo credibilidad a los motivos, a fuerza de una diferente aplicación del óleo con la que sugiere diestramente el diferente tacto o relieve de los pétalos. Ya mediante toques breves o cargas de materia simula su encrespamiento, o a través de pinceladas más anchas y planas insinúa su tersura. En esto se aproxima a artistas europeos de su tiempo como la milanesa Margherita Caffi (1648-1710) y, en lo que se refiere a la vibrante orquestación de un abigarrado conjunto floral, al napolitano Andrea Belvedere (1652-1732).
Ambas composiciones fueron concebidas como un todo complementario, de claro sentido decorativo, como objetos en los que la naturaleza era traída y aislada al medio urbano. Dispuestas e iluminadas como en un pequeño teatro en lienzo, las flores desplegadas en composiciones ficticias pasaban a adornar, en efigie, los palacios y casas de los cortesanos.
Estos dos cuadros fueron adquiridos por el Banco de España bajo la atribución a Gabriel de la Corte (1648-1694), casi desconocido pintor madrileño cuya actividad se desarrolló en la segunda mitad del siglo XVII. No se puede afirmar con rotundidad que sean suyos, pues casi nada sabemos de su actividad cierta, y las escasas obras firmadas que conocemos (como el conjunto de bodegones de flores que conserva el Museo del Prado, procedentes del convento de San Felipe el Real de Madrid), aunque similares, presentan matices de carácter, técnica y colorido que mantienen abierto el debate sobre la autoría de los primeros. Los dos lienzos, de calidad discreta y maltratados por restauraciones de dudoso criterio, parecen desde luego obra española y madrileña en la estela de Juan de Arellano. Su relativa dureza de ejecución y lo oscuro de su color son sin duda lo que llevó a pensar en Gabriel de la Corte, pero sería más prudente considerarlos sencillamente como anónimos españoles, más concretamente madrileños o activos en la Villa en ese momento —entre 1660 y 1690—, cuando la influencia italiana fue muy fuerte. Esto explicaría ciertas coincidencias con el arte del romano Mario Nuzzi —llamado Mario dei Fiori, maestro de todos los «floristas», que debe su seudónimo a su carácter pionero en la dedicación al tema— y con la producción del napolitano Andrea Belvedere, cuyas obras comenzaban a llegar a la corte española en cierta abundancia.
Comentario actualizado por Carlos Martín.
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