Espejo para la flor de un plátano
- 1967
- Pintura y malla metálica sobre tabla
- 130 x 89 x 12 cm
- Cat. P_396
- Adquirida en 1988
Durante la segunda mitad de los años cincuenta, Manuel Rivera encontró su personal forma de expresión en un lenguaje basado en la yuxtaposición de telas metálicas que transforma su producción en una insólita combinación de pintura y volumen escultórico con apariencia de objeto encontrado, en la cual el lienzo ha quedado abandonado en favor de preocupaciones espaciales relacionadas con el movimiento y la percepción óptica. Esto supone un salto esencial en un artista dedicado hasta entonces a la pintura decorativa, con frecuencia de naturaleza religiosa, cuya obra adquiere un nuevo carácter entre lo dramático y lo meditativo.
Desde 1962, la noción del espejo aparece de manera constante y obsesiva en Rivera, quien, sin incorporar literalmente este elemento reflectante, lo incorpora como referencia explícita en decenas de títulos en los que el reflejo parece personalizarse como dedicatoria, como es el caso de Espejo para Roxanne (1964) o Espejo para André Breton (1966), o bien a modo de sugerencia poética de un uso imaginado, como en Espejo para una tarde de lluvia (1965), Espejo para los ojos de un tigre (1964) o Espejo para la flor de un plátano (1967, Colección Banco de España). En otros casos, el elemento especular se acompaña de un adjetivo, como es el caso de Espejo alucinado (1971), también de la Colección Banco de España, que adelanta otras formas de espejo atormentado, literalmente «roto», en obras posteriores. Ambas piezas presentan las peculiares irisaciones producidas por la superposición de telas metálicas, pero mientras Espejo para la flor de un plátano mantiene una contención autorreferencial, Espejo alucinado parece deshacerse a modo de goteo en su zona inferior, en una sugerencia de metal derretido o rendido ante la gravedad que aporta a la composición un mayor dramatismo.
En la recurrencia al azogue y sus misterios inherentes, que acaba configurando una peculiar «galería de espejos», se puede trazar la influencia de los trampantojos, juegos especulares y escenografías propias del Barroco andaluz, que también generaban movimientos ilusorios, confusas transparencias y dinámicas ópticas similares a las que suscitan las obras de Rivera, asociables asimismo al influjo de la tradición de la celosía y los reflejos que genera la presencia del agua en la arquitectura hispanomusulmana de Granada, su ciudad natal. Esto ocurre de manera especial a partir de la década de 1960, cuando ancla la trama metálica del cuadro a un panel de madera disfrazada con nebulosas de pintura al óleo deudoras de la herencia del color field painting. Con ello, crea aguas ilusorias, muarés de ondulación muy leve, un recurso que le permite además incorporar el color, que había quedado excluido de sus primeras experimentaciones con la malla metálica.
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