Colección
Dios de la fruta
- 1936
- Óleo sobre lienzo
- 125 x 115 cm
- Cat. P_372
- Adquirida en 1936
- Observaciones: Esta obra se incorpora a la colección por el procedimiento de rifa en 1936.
Con el estallido de la Guerra Civil, Gabriel Morcillo dejó de pintar desnudos de manera brusca después de haberse dedicado a ellos durante más de dos décadas, desde aproximadamente 1914 hasta 1936, fecha de este Dios de la fruta, que debe de ser uno de los últimos. Con una mórbida estética tardosimbolista de notables calidades matéricas, durante esas dos largas décadas el artista desarrolló un extenso ciclo de pastores, bacos y moros que conquistaron en sus lienzos un espacio de libertad sin precedentes para el desnudo masculino en el arte español. En su universo enormemente personal quizá lo más característico en relación con el desnudo sea la casi total exclusividad con la que se ocupó de hombres jóvenes, lo que le procura un puesto singular entre los artistas contemporáneos.
Rara vez, por no decir nunca, los desnudos son integrales, y siempre corresponden con un tipo físico de fibrosa esbeltez y rasgos fisionómicos concretos, puestos en relación con una particular visión de cierta Granada nazarí imposible, muy poco arqueológica, inspirada vagamente en la literatura arábigo-andaluza tanto como en las leyendas de Chateaubriand o Washington Irving. Son, por tanto y sin duda, obras de pura fantasía, puro pretexto para recrear un universo habitado por cuerpos y objetos que gustan al artista, arracimados, combinados y compuestos por él con deleite ante un fondo como de escenario, telón teatral o estudio de fotógrafo; un fondo que, aunque incorpore un paisaje a la escena, no aspira a contradecir el indisimulado artificio, ni a matizar con luz natural el repertorio de formas cerradas y contornos insistidos, nítidamente definidos por una iluminación eléctrica. Hay en esta manera de entender la pintura en pleno siglo XX una evidente continuidad de los modos académicos, al margen de cualquier preocupación de actualidad o sintonía con las corrientes más avanzadas de la época; hay, además, una total ausencia de complejo por ello. Ante todo, hay un gusto evidente por parte del pintor en el registro de las calidades de los tejidos, de los brillos de los metales y los vidrios, de las superficies golosas de las frutas, de las formas anatómicas y los aspectos táctiles de la piel de ese dios que más parece un esclavo en una imaginaria versión homoerótica de Las mil y una noches.
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