Colección
Desastres de la guerra
Desastres de la guerra
Desastres de la guerra
- 1810-1814
- 80 estampas
- 25 x 35 cm c/u
- Cat. G_2754
- Adquirida en 2018
- Observaciones: Grabado sobre láminas de cobre mediante las técnicas de aguafuerte, aguada, punta seca y buril. Las medidas de las láminas de cobre varían en estos intervalos: 141/180 mm x 168/260 mm. Estampado en tinta bistre sobre papel verjurado de 250 x 350 mm. Primera edición, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 1863.
La violencia en sus diferentes formas, como manifestación de la sinrazón, es uno de los aspectos más notables de la obra de Goya. Fueron precisamente los sucesos acontecidos durante la Guerra de la Independencia (1808-1814) los que dieron lugar a que Goya efectuara una reflexión enormemente crítica e innovadora sobre la guerra, sobre sus causas, brutales manifestaciones y consecuencias.
La genialidad de la obra de Goya, tantas veces repetida, no solo radica en sus evidentes bondades, sino también en la enorme distancia que la separa del resto de la producción artística del momento. Si alguien reflexiona sobre el uso de los recursos técnicos, la composición de las escenas y el valor ético de las imágenes, ese es precisamente Goya. Frente a las imágenes heroicas y aduladoras, Goya presenta la violencia y la muerte en sus más puras expresiones. Nada más explícito que ver sus lienzos del 2 y 3 de mayo para comprender su escaso éxito conmemorativo en un ambiente en el que el patriotismo exacerbado y la adulación sin límites tenían su reino. Las obras de Goya de contenido bélico no muestran a los héroes militares o populares que lucharon contra los franceses, de todos conocidos gracias a las publicaciones y a las galerías de retratos grabados ampliamente difundidas en la España de su tiempo. Ni tan siquiera nos presentan hechos concretos acaecidos en lugares determinados. Por el contrario, Goya nos muestra, partiendo de acontecimientos reales, la esencia de dichos acontecimientos, la representación universal del heroísmo, la brutalidad, el hambre, la desesperación y la destrucción, pero, sobre todo, la muerte. Y todo ello protagonizado por el pueblo anónimo, verdadera víctima de la guerra. El pueblo al que mostró atacando a los mamelucos en Madrid en el cuadro de El 2 de Mayo, o al que representó muriendo víctima de la represión francesa en los fusilamientos de El 3 de Mayo.
Este protagonismo de la población, de los combatientes y, en suma, del ser humano es un aspecto igualmente esencial de los Desastres. Al utilizar casi con exclusividad el aguafuerte, logra que las líneas de las figuras destaquen contundentemente sobre fondos casi vacíos, sin apenas matices tonales, acentuando así el dramatismo del horror y la muerte mostrado en las escenas elegidas. Destacan así las figuras, anónimas, ubicadas en espacios indeterminados. Compositivamente recurre con frecuencia a esquemas piramidales en los que la combinación y confrontación del blanco y el negro tienen valores dramáticos y simbólicos, dirigiendo así la mirada del espectador hacia los aspectos más relevantes del asunto representado. De este modo, la distancia entre espectador y protagonista se reduce notablemente, y se logra una proximidad que no se para solamente en lo visual, sino que trasciende al plano emocional con el objetivo de conmover al espectador/lector de estas estampas.
El origen de la serie se fija en la llamada que el general Palafox, defensor del asedio de Zaragoza entre el 15 de junio y el 14 de agosto de 1808, realizó a Goya y a otros artistas (según comentó el propio Goya unos años más tarde): «ver y examinar las ruinas de aquella ciudad, con el fin de pintar las glorias de aquellos naturales, a lo que no me puedo excusar por interesarme tanto en la gloria de mi patria». Es evidente que la ruina y desolación que Goya pudo observar durante su estancia en Zaragoza hubo de causar una honda impresión en el pintor. La coincidencia temática de muchos de los primeros Desastres con las relaciones impresas de lo acontecido en la ciudad, así como otras estampas inspiradas en estos mismos sucesos —la serie de las Ruinas de Zaragoza, grabada por Gálvez y Brambila, presentes junto a Goya en Zaragoza—, pone de manifiesto el interés de Goya en estos sucesos; no tanto en dejar constancia de hechos concretos, sino en captar la esencia de estos. No en vano, las primeras láminas de los Desastres están fechadas en 1810, tal y como dejan constancia grabada tres de ellas; es decir, solo un año después de lo visto en Zaragoza.
Es indudable que el origen de la serie se basa en los hechos acaecidos y vividos por Goya en estos años. Pero ello no quiere decir que el artista fuera testigo de todos y cada uno de los sucesos representados a lo largo de las estampas de la serie. Incluso cuando en una de ellas nos dice en su título Yo lo vi (44), y en la siguiente, Y esto también (45), son formas de garantizar la veracidad de lo representado, al convertirse él mismo en testigo ocular de lo ocurrido. Goya se sitúa de este modo en un plano contiguo a la acción, tomando parte en el suceso como ningún artista lo había hecho hasta el momento. De ahí también la proximidad de las figuras que protagonizan cada uno de los Desastres, monumentales, muy cercanas a nuestro plano de visión, y que apenas dejan espacio para lo anecdótico de los fondos.
Buscar hechos concretos que dieran origen a cada lámina de la serie puede ser, sin embargo, un error. Lo que acontecía en estos años estaba en boca de todos, en la calle, en la prensa, en los panfletos, en la literatura e incluso en el teatro. Goya es capaz de crear imágenes completamente nuevas a partir de estos hechos o de otros similares, algunos de ellos indudablemente vistos por él, pero otros conocidos a través de la información que generaron; parte de la realidad y la transforma en imágenes nuevas, sin equivalente formal hasta entonces, imágenes que se van a convertir en referentes universales de los desastres que genera la guerra. Podemos afirmar que, del mismo modo que las estampas de su serie de los Caprichos (1799) muestran comportamientos universales del ser humano, los Desastres son la máxima expresión que un artista haya sido capaz de realizar de la irracionalidad de la violencia y de sus terribles consecuencias sobre la humanidad. Hasta tal punto esto es cierto que no sería tarea imposible ilustrar cualquiera de las guerras sobre las que informan los medios de comunicación actual exclusivamente con las imágenes creadas doscientos años atrás por Francisco de Goya. Lo esencial de estas obras es su intención de universalizar el tema de la violencia, de mostrar la esencia del mal que acarrea, y de brindarnos unas imágenes ante las que no podamos permanecer indiferentes, ya que su mera contemplación es como un puñetazo a nuestra conciencia. Es muy razonable pensar que esta fue la razón última por la que la serie no fue editada en vida de Goya; nadie debía de estar dispuesto a comprar, después de años de sufrimiento, unas imágenes políticamente incorrectas, ya que no solo no conmemoraban ningún hecho heroico, sino que sobre todo recordaban con gran crudeza los padecimientos sufridos por militares y civiles de ambos bandos. Pero, además, en un ambiente de represión no serían vistas con buenos ojos las críticas vertidas a los vencedores y la manifestación de las funestas consecuencias de la política absolutista fernandina.
Otro aspecto esencial de esta serie son los títulos. Como ya ocurriera con los Caprichos, estas lacónicas expresiones que acompañan a las imágenes en su parte inferior distan mucho de los descriptivos textos que acompañaban al resto de las estampas editadas durante la guerra y en años posteriores con fines conmemorativos. En ocasiones, una única palabra le basta a Goya no solo para sintetizar la idea expresada en la imagen, sino también para informarnos sobre la calificación moral que le merecen estos actos.
La primera estampa, titulada Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer, al igual que Cristo en el huerto de los olivos, sirve de introducción profética al cúmulo de horrores y desgracias que vamos a ver relatados en imágenes. La serie puede dividirse en tres partes en función de su temática: la primera parte, que va desde la estampa número 2 hasta la 47, muestra distintos aspectos de la violencia bélica; la segunda, que va desde la estampa 48 hasta la 64, representa los sufrimientos de la población causados por el hambre; y la tercera y última, que va desde la estampa 65 hasta el final, conocida como Caprichos enfáticos, muestra de forma alegórica diferentes aspectos de la represión fernandina tras el final de la guerra.
Pero, como ya ocurriera en los Caprichos, Goya no organiza con rigor las ochenta estampas. Pese a la existencia de dos numeraciones en las planchas, no es posible determinar con certeza qué criterios aplicó Goya en la ordenación de la serie. Es posible advertir, como hemos mencionado, tres grandes grupos, pero dentro de cada uno los temas se repiten, se alternan; se producen breves concatenaciones de imágenes, reforzadas por los títulos, pero no siempre se sigue un orden metódico en el que se agrupen todas las estampas del mismo tema. Parece como si Goya quisiera mostrar lo aleatorio de la guerra, donde no se sabe qué es lo siguiente que va a pasar. Pese a todo, es posible realizar agrupaciones temáticas, que ayudan a entender los distintos aspectos abordados por Goya, teniendo siempre presente que es la muerte la protagonista indiscutible de estas obras y alrededor de la que todo gira. Una muerte que va a adquirir diferentes formas y que, como se ve al analizar cada una de las estampas, va a desembocar en una absoluta deshumanización, donde el cuerpo se convierte en un mero objeto al que se priva de su dignidad. He aquí uno de los aspectos esenciales de la modernidad de Goya, que le diferencia radicalmente de sus contemporáneos.
Fuendetodos (Zaragoza) 1746 - Burdeos (Francia) 1828
El nombre que figura en los documentos del bautismo del artista, Francisco Joseph Goya, cambió en 1783 cuando incluyó en su firma el «de» que antecedía al apellido y que consagró bajo el autorretrato de los Caprichos, publicados en enero de 1799, como «Francisco de Goya y Lucientes, Pintor». Estaba en el cenit de su carrera y de su ascenso social a los 53 años, a punto de ser nombrado por los reyes primer pintor de cámara en octubre de ese año, y había ansiado desde joven recuperar en los archivos de Zaragoza los títulos de hidalguía que nunca localizó. Su carrera y reconocimiento fueron lentos. A los 13 años Goya inició su carrera en el taller de José Luzán, pero pronto, en 1762, trató de obtener una ayuda de la Real Academia de San Fernando para jóvenes de provincias; al año siguiente se presentó al Premio de Pintura de primera clase, fracasando en sus pretensiones en dos ocasiones. Después de unos años en los que probablemente residió entre Madrid y Zaragoza, tal vez en el taller de Bayeu, decidió en 1769 emprender la aventura italiana por sus propios medios, aunque tampoco lograría el Premio de la Academia de Parma en el concurso de 1771. Regresó a Zaragoza, donde debía de contar con apoyos, porque pintó ese año el fresco de la bóveda del coreto en la basílica del Pilar. Se casó en 1773 con la hermana de Francisco Bayeu. Eso fue determinante para que en 1775 llegara a Madrid, invitado por su cuñado para colaborar en el proyecto de ejecución de los cartones para tapices para los Sitios Reales, que supuso su ascenso cortesano —lento en su caso— en los años siguientes.
En 1780, a los 32 años, Goya fue elegido académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando con la presentación del Cristo en la cruz (Museo del Prado, Madrid); al mismo tiempo, el cabildo del Pilar le encargó el fresco de la cúpula de Regina Martyrum. El favor de Floridablanca en los inicios del decenio de 1780 fue además decisivo, al pintar su retrato en 1783 y recibir el encargo de uno de los cuadros para San Francisco el Grande, así como seguramente la recomendación para servir al infante don Luis y a su familia en 1783 y 1784, además de su apoyo para el encargo de los retratos de los directores del Banco de San Carlos. En 1785 Goya era teniente director de Pintura de la Academia de San Fernando y en 1786 fue nombrado finalmente pintor del rey. Al año siguiente conseguiría el mecenazgo de los duques de Osuna y poco después el de los condes de Altamira. La subida al trono en 1789 de Carlos IV supuso el nombramiento de Goya como pintor de cámara a sus 43 años. No le quedaba ya más que uno de sus hijos, Javier, de cinco años, de los seis que había tenido, y seguía pintando cartones de tapices para el rey.
Sin embargo, ese decenio iba a suponer un cambio fundamental en la vida y la actitud de Goya hacia su arte, en lo que tal vez influyó la grave enfermedad de 1793 de la que quedó sordo. Fue entonces cuando comenzó sus obras independientes, como la serie de «diversiones nacionales» que presentó en la Academia en 1794, o las series de dibujos y las consiguientes estampas de los Caprichos. Paralelamente continuó con los encargos religiosos, llenos de novedades que nadie había ejecutado hasta entonces y que se consideran incluso más revolucionarios que los de otras escenas de género, como los lienzos de la Santa Cueva de Cádiz, en 1796, o el Prendimiento de Cristo en la sacristía de la catedral de Toledo en 1798, encargo del gran cardenal Lorenzana. Alcanzó, además, la fama gracias a sus retratos, desde los reyes hasta los representantes de la más alta aristocracia, como los duques de Alba, y los personajes más interesantes de la actualidad cultural, militar y política de esos años, como Jovellanos, Urrutia, Moratín y Godoy, que culminó en 1800 con la Condesa de Chinchón y la Familia de Carlos IV (Museo del Prado, Madrid), y otros que abrieron el camino de la modernidad, como su visión de la Venus como una modelo desnuda en las Majas (Museo del Prado, Madrid).
En el nuevo siglo, la vida del artista estuvo marcada, como la del resto de los españoles, por la guerra contra Napoleón, de la que él fue uno de los más impresionantes testigos, con una visión profundamente crítica por sus reflexiones sobre la violencia, plasmadas en los Desastres de la guerra o en los lienzos del 2 y 3 de mayo de 1808, en 1814 (Museo del Prado, Madrid). Los retratos ilustraron la nueva sociedad y a los patronos aristocráticos, como el de la Marquesa de santa Cruz, la Marquesa de Villafranca pintando a su marido, o el del X duque de Osuna de 1816 (Musée Bonnat, Bayona), a los que se unieron los de la nueva burguesía, como Teresa Sureda (National Gallery, Washington D. C.) o el de su propio hijo Javier y su mujer, Gumersinda Goicoechea (colección Noailles, Francia), y el de la actriz Antonia Zárate. Antes y después de la guerra, Goya continuó con sus series de dibujos y estampas como la Tauromaquia y los Disparates, fechables en los años de la abolición de la Constitución de 1812, que culminan con las Pinturas negras en los muros de su propia casa.
La represión de Fernando VII, de quien Goya consiguió uno de los retratos más reveladores del carácter de una persona, fue seguramente la razón por la que el artista marchó a Francia en 1824, después de la llegada a Madrid de los Cien mil hijos de San Luis en mayo de ese año. Tras su estancia en la capital de Francia en julio y agosto de 1824, donde visitó el Salón de París de ese año, se estableció definitivamente en Burdeos. Sus innovaciones en esos años finales fueron muchas, como el uso de la litografía para sus nuevas estampas de los Toros de Burdeos y las miniaturas sobre marfil, con temas que aparecen también en los dibujos de esos años y que ilustran la sociedad contemporánea uniéndola a recuerdos y vivencias con su obsesión permanente por llegar al fondo de la naturaleza humana.
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