Colección
Artista de inagotable energía creativa desde el punto de vista formal, conceptual, material y reflexivo, Barceló es el paradigma de creador llamado a hacer lo que esté en su mano para recuperar la pintura frente al exceso de obras de arte de contenido político-conceptual. En sus inicios, sus trabajos recibieron la influencia de la obra de Paul Klee, Jean Dubuffet y el art brut y, posteriormente, la de los expresionistas abstractos americanos, pero también dejaron su huella Lucio Fontana, Diego Velázquez, el arte povera, el arte conceptual y las lecturas que cayeron en sus manos —que el artista devoró como si el mundo se terminara—. Barceló no tardó en dirigir sus pasos hacia un lenguaje próximo al neoexpresionismo y hacia el uso indiscriminado de técnicas y materiales aplicados al proceso de concepción de una obra que poco a poco se fue caracterizando por su más que palpable condición orgánica. De inspiración a menudo clásica y de temáticas centradas en la exploración de paisajes, interiores urbanos o naturalezas muertas, el artista se dirige hacia un proceso de investigación y creación basado en una absoluta libertad de movimientos sobre la superficie de telas de grandes dimensiones. De este modo, además de pintar, lo que también lleva a cabo Barceló es lo que hoy se definiría como un «ejercicio performático».
Estas tres obras de Barceló, de gran formato, fueron realizadas a mediados de la gloriosa década de 1980, coincidiendo con su primera exposición individual en la galería de Leo Castelli de Nueva York, en un momento en que el artista empezó a experimentar directamente sobre elementos arquitectónicos, y también cuando en su producción comenzaron a asomar veladuras, superposiciones y la abundancia de unos materiales con los que consiguió un sorprendente aspecto de transparencia. En ellas se refleja el interés del artista en dar a entender que, por encima del tema que desarrolla en cada una de sus telas, lo que realmente le interesa es que su pintura sea entendida como la expresión máxima de sí misma.
Se trata de unas obras que, sobre la base de la deriva del artista hacia la figuración, su experimentación con la técnica del collage de papel y cartón o el deseo de observar lo que sería su entorno más inmediato —quizá de ahí nace el uso de títulos tan descriptivos—, no solo reflejan la enjundia del espacio interior y cotidiano por el que se mueve el artista; también evidencian el calado de una reflexión en torno a una práctica pictórica que, en comparación con la explosividad de su etapa inmediatamente anterior, resulta más sosegada, sutilmente menos expresiva y a pesar de todo ello, igualmente establecida entre los márgenes de la abstracción y la expresividad, junto a referentes figurativos tan sorprendentemente esbozados como precisos en su simplicidad, franqueza y factura técnica.
Tal como apunta Pilar Parcerisas en un texto sobre Miquel Barceló, entre los temas que más frecuenta el artista en esta época se encuentran «la figura del pintor en el taller, como una reflexión narcisista, las marinas y las barcas, las naturalezas muertas, como una alegoría de lo orgánico, la insistencia en el libro y las bibliotecas, como una propuesta de conocimiento, las arquitecturas de las grandes galerías del Louvre, como una penetración en el arte de todos los tiempos, y las cocinas y los fogones como un laboratorio alquímico que se erige en metáfora de una pintura que puede someter la materia a un proceso de metamorfosis capaz de transformar la mierda en oro».
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