Colección
Carlos IV
- 1789
- Óleo sobre lienzo
- 107,5 x 80,5 cm
- Cat. P_177
- Adquirida en 1968
El retrato procede seguramente de la testamentaría del arquitecto Francesco Sabatini (1722-1797), nombrado por Carlos III maestro mayor de obras reales. Durante la ausencia de Anton Raphael Mengs se ocupó asimismo de la dirección de las decoraciones pictóricas del Palacio Real y de los Sitios Reales. Su elevado estatus explica que tuviera en su casa los retratos de los reyes, en este caso de Carlos IV (València, 1748 - Roma, 1819) y de María Luisa, pintados seguramente en el momento de su ascensión al trono en 1789. Ambos retratos permanecieron juntos hasta mediados del siglo XX y se separaron posteriormente. El de la reina se conserva en la actualidad en el Museo del Prado y mantiene aún, como el de Carlos IV, su marco original de talla dorada muy elaborado.
Se trata evidentemente de una de las numerosas imágenes del rey, emparejado con el de la reina, que se ejecutaron con motivo de su coronación y tal vez para decorar los numerosos monumentos efímeros que se levantaron en las calles y ante edificios oficiales con ese motivo. El modelo del rey sigue el que aparece asimismo en otros retratos de ese período, también de mano de Maella, que era pintor de cámara; seguramente se estableció una iconografía para el nuevo monarca, que siguieron todos los retratos en esos primeros años. Maella, como pintor de cámara, desearía establecer su propia idea, que seguramente fue la que aparece en el retrato del rey para el monasterio de la Encarnación, en el que remodelaba una efigie anterior del monarca, aún como príncipe de Asturias. En este caso, Maella modificó sustancialmente la interpretación anterior, tal vez basándose en los retratos de Goya de ese momento, con los que indudablemente tiene alguna vinculación, pero sin alcanzar la brillantez y dignidad de los de este.
El rey viste aquí el atuendo de terciopelo de color púrpura, similar al que presenta en otros ejemplos de ese período, como los de Goya, que realza su estatus regio. Ostenta el Toisón de Oro, que pende de un espléndido joyel de brillantes, el mismo que luce también en algunos de los retratos más tempranos de mano de Goya, como el vestido de rojo en el Museo del Prado (P7102) o el de la Academia de la Historia. Se aprecia bajo el Toisón las bandas de las órdenes de Carlos III, cuya cruz ostenta sobre el pecho, la de San Genaro de Nápoles y la francesa del Saint Esprit, y empuña el bastón de mando del Ejército, junto a la corona real sobre un cojín de terciopelo. El rostro está seguramente tomado con exactitud, pero no alcanza la dignidad de los pintados por Goya.
Fue el séptimo hijo de los entonces reyes de Nápoles, Carlos VII —futuro Carlos III de España— y su esposa María Amalia de Sajonia. Los cinco primeros habían sido hembras; el sexto, Felipe —discapacitado de nacimiento— no era apto para reinar; así, don Carlos sería reconocido como príncipe heredero. Todavía nacieron dos niñas, que murieron al poco tiempo, y cuatro varones: Fernando, futuro rey de Nápoles; Gabriel; Antonio Pascual, y Francisco Javier.
Con una educación no muy cuidada, demostró pronto tres marcadas aficiones: la música —fue el gran protector de Boccherini en Madrid—, las artes mecánicas y, especialmente, la caza. También demostró una gran sensibilidad para las artes plásticas: fue el rey de Goya como Felipe IV lo había sido de Velázquez.
En agosto de 1759, al morir Fernando VI sin hijos, fue proclamado rey de España su hermano, Carlos III. Este dejó la Corona de Nápoles, bajo la regencia de Tanucci, a su hijo Fernando. En diciembre de 1759 fue la entrada solemne en Madrid, donde las Cortes juraron al príncipe como heredero. En 1762 quedó decidido el enlace con su prima María Luisa de Parma, hija de los duques de Parma. La boda efectiva no se llevó a cabo hasta septiembre de 1765 en San Ildefonso. Este matrimonio mantuvo una indudable compenetración hasta el final; tuvieron doce hijos, de los que sobrevivieron Fernando, el sucesor, los infantes Carlos y Francisco de Paula y las infantas Carlota Joaquina, María Amalia, María Luisa e Isabel.
El comienzo del reinado de Carlos IV coincide con la reunión en Francia de los Estados Generales y el inicio de la Revolución. A partir de ese momento su preocupación fue salvar a su primo Luis XVI, quien le designó jefe de la Casa y se puso en sus manos. La política respecto al proceso revolucionario lo llevó a sustituir primero a Floridablanca y luego a Aranda, por Godoy como primer secretario de Estado y del Despacho, quien intentó salvar a Luis XVI. Cuando este fue condenado a muerte y decapitado, no vaciló en sumarse, con el asentimiento del rey, a la Primera Coalición europea.
Declarada la guerra por los convencionales franceses y tras una primea fase favorable a las armas españolas, a partir de 1794 la reacción nacional francesa fue efectiva y llegó a provocar la invasión de España por los dos extremos de los Pirineos, Rosas y Guipúzcoa, lo que llevó a buscar la paz que se logró con el tratado de Basilea de 1795. El acuerdo fue bien acogido y le valió a Godoy el título de «Príncipe de la Paz», pero España quedaba al margen de la Coalición y más afectada que nunca por la tradicional hostilidad de Inglaterra. En 1796 Godoy optó por la vuelta a la política de Pactos de Familia, pero sin familia. El Tratado se San Ildefonso (1796) marcó en adelante el horizonte internacional de España y, cuando Francia cayó bajo Bonaparte, se convirtió en supeditación de España a los intereses de Francia.
Los embajadores franceses —procedentes de la Convención— trajeron todos los prejuicios antimonárquicos alimentados por la Revolución y, desde el extremo opuesto, se hicieron foco de maledicencia los diplomáticos ingleses. Así surgieron los turbios rumores sobre la presunta relación de la reina con el valido. Esta chismografía se convirtió en pauta de toda la historiografía posterior. Sin embargo, el conocimiento de la correspondencia cruzada entre la reina y el valido, demuestra un respetuoso acatamiento por parte de Godoy y un afecto con matices maternales por parte de la reina, que doblaba la edad de Godoy y era una mujer destrozada por los embarazos. Y como orientador último de la política general siempre aparece la referencia a un rey menos inepto de lo que se ha creído. La pareja compartía una fe absoluta en la capacidad del valido.
Carlos IV no olvidó nunca su identificación con los intereses de la Casa Real de Francia y la posibilidad de una restauración en la persona del conde de Provenza, futuro Luis XVIII. En 1798, cuando el Directorio descubrió esta doble línea diplomática, exigió a Carlos IV el cese de Godoy, que fue sustituido por Saavedra y Jovellanos, y luego por Urquijo. El cambio que supuso la llegada al poder de Bonaparte, permitió a Carlos IV llamar de nuevo a Godoy.
El primer compromiso con Francia fue la guerra contra Portugal, plataforma política de Inglaterra en el continente. Godoy neutralizó la resistencia portuguesa (guerra de las Naranjas) y evitó la entrada de las tropas francesas, al mismo tiempo que salvaba la monarquía de los Braganza, por el criterio de lealtad dinástica de Carlos IV. El tratado de Badajoz de 1801 permitió simplemente la rectificación de la frontera, incorporando a España la plaza de Olivenza. Esta paz fue mal acogida por Napoleón, que se sintió burlado.
La boda en 1802 del príncipe de Asturias, Fernando —dominado por el nefasto influjo de su preceptor el canónigo Escóiquiz, enemigo del valido— con la princesa María Antonia de Nápoles, convirtió la corte de los príncipes en foco de intrigas a favor de la diplomacia británica y en contra de Godoy. Cuando la princesa murió, Escóiquiz cambió de táctica; Napoleón se había proclamado emperador en 1804, y Fernando se dirigió a él para solicitar la mano de una princesa francesa, en una maniobra contra Godoy y sus padres.
Descubierta la que se llamó la «conspiración de El Escorial» —que cerró con el perdón del rey a su hijo—, Godoy comprendió lo que podía esperar del futuro Fernando VII. De aquí su supeditación a la política del emperador francés como única garantía de protección en el futuro. Godoy cayó en la trampa del Tratado de Fontainebleau, que volvía a la ofensiva contra Portugal para excluir a los ingleses del continente. El tratado incluía un reparto de Portugal, pero Napoleón pensaba en la reestructuración de la península a favor de Francia. Al comprender que Napoleón estaba tratando de convertir la «colaboración armada» en ocupación efectiva, Godoy decidió seguir el ejemplo de la familia real portuguesa, que había huido al Brasil. La familia real española se trasladó a Aranjuez, primera etapa hacia Andalucía, para embarcar en Sevilla a Nueva España. Pero fue entonces cuando los afectos al príncipe de Asturias provocaron el Motín de Aranjuez de 1808, que derrocó al valido y obligó a Carlos IV a abdicar en su hijo, que de inmediato se puso bajo la protección del emperador francés. Napoleón se presentó como árbitro conciliador, pero para anexionarse el reino, y obligó a acudir a todos los miembros de la familia real a Bayona. Allí, obligó a Fernando VII a devolver la Corona a Carlos IV, y a este a abdicar en su persona.
Los Reyes padres, acompañados de Godoy, fueron recluidos en Fontainebleau, prisioneros hasta la caída de Bonaparte. Posteriormente se instalaron en Roma y al final de la guerra reconocieron a Fernando VII como rey de España. Mantuvieron bajo su protección a Godoy, a quien la reina constituyó en su heredero. En 1819 falleció María Luisa en Roma; Carlos IV que se hallaba en Nápoles visitando a su hermano Fernando VII, murió pocos días después. Quizá la imagen más fiel de la personalidad de Carlos IV la dio Bonaparte: «un patriarca franco y bueno».
Extracto de: C. Seco Serrano: Diccionario biográfico español, Madrid: Real Academia de la Historia, 2009-2013.
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