Colección
«Un cuadro es ante todo una superficie en blanco que es preciso llenar con algo. La tela es un ilimitado campo de batalla. El pintor realiza frente a ella un trágico y sensual cuerpo a cuerpo, transformando con sus gestos una materia inerte y pasiva en un ciclón pasional, en energía cosmogónica ya para siempre irradiante». Estas palabras, escritas por Antonio Saura en 1958, en torno a las fechas de realización de las obras que conserva la Colección Banco de España, presentan una nueva concepción de la obra pictórica en la que lo corporal, lo dramático y la idea de lucha toman el mando. Fue precisamente hacia la segunda mitad de la década de 1950, en relación con la fundación del grupo El Paso en 1957, cuando Saura se situó en el linaje de la pintura barroca española, donde encontró el negro y el drama, así como la tragedia del cuerpo humano desencajado, para hallar una conexión telúrica y una raigambre «nacional» a su obra, de tal modo que la entusiasta crítica de la época llegó a ver en él el dramatismo del Greco y de Goya, mezclado con la reciedumbre y austeridad de Zurbarán. Pero tal filiación territorial no borra un componente más transnacional, ligado al surrealismo tardío que alimentó sus primeros pasos. Las dos obras del Banco de España son, de hecho, representativas de sendas aproximaciones a la «belleza convulsa» preconizada por André Breton, que tan sugerente resultó para el Saura joven.
Cabeza, realizada en 1958, año en que Saura representó a España en la Bienal de Venecia, no puede desligarse del gusto surrealista por los fantasmas de amputación que encuentra su origen remoto en los estudios anatómicos. Es una cabeza de perfiles muy esbozados, desgajada de su cuerpo, que alcanza un alto grado de dramatismo al asociarse a una suerte de calavera, expresiva y atormentada, o a una cabeza cercenada de Juan Bautista, una de las primeras metamorfosis de esa fantasía, de especial éxito en el Barroco español. En la obra se puede percibir un cierto interés compositivo que lo aproxima a una naturaleza muerta o a una vanitas pasada por el filtro del Picasso fatalista de posguerra, así como el grafismo de un Roberto Matta, a quien lo une esa constelación de líneas vivas esgrafiadas, muestra de un Saura que busca aún una poética gestual propia; un lenguaje que, una vez desarrollado, lo llevará a recuperar el tema de la cabeza desprendida del cuerpo a modo de motivo intermitente hasta fechas cercanas a su muerte. No es descartable, por su fecha temprana, que la obra fuera concebida como «autorretrato», entendido a la manera de Saura. Podrían apoyar esta hipótesis varios hechos: el autorretrato fue una de las prácticas que originó a finales de los cincuenta su interés por el motivo de la cabeza; su extraordinaria similitud con otras obras como Autorretrato (1959, Colección R. Stadler, París), de idénticas dimensiones y rasgos casi iguales; y, por último, la clave que aporta el propio artista: «Al no referirse concretamente a un rostro determinado, y habiendo surgido estas obras de mi propia mano, pensé que algo reflejarían de mí mismo, optando por este título equívoco que aún sigue provocando en mí cierto júbilo desmitificador».
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