Colección
Tauromaquia
Tauromaquia
Tauromaquia
- 1814-1816
- 33 estampas
- 31 x 44 cm c/u
- Cat. G_509
- Adquirida en 1982
- Observaciones: Grabado sobre láminas de cobre mediante las técnicas de aguafuerte, aguatinta, punta seca, buril y bruñidor. Las medidas de las láminas de cobre varían entre 145-250 mm x 350-355 mm. Estampada en tinta bistre sobre papel verjurado de 310 x 440 mm. Primera edición: Madrid, 1816.
La tercera de las series gráficas de Goya es la Tauromaquia, cuya primera edición fue publicada y puesta a la venta en 1816, «en el almacén de estampas, calle Mayor, frente a la casa del conde de Oñate, a 10 rs. vn. cada una sueltas, y a 300 id. cada juego completo, que se compone de 33». La serie resultó un rotundo fracaso comercial, pues nadie quería comprar unas imágenes —de indudable belleza y complejidad formal y técnica, y a la vez de horrible violencia— en las que no aparecían los aspectos más pintorescos y amables de la fiesta. Por ello, la mayor parte de la edición quedó en manos de Goya.
Como en todas sus series de grabados, Goya abordó el tema con la intensidad que lo caracterizó. Aficionado en la juventud a las corridas de toros, esta serie de estampas, sin embargo, plantea numerosas dudas sobre los verdaderos sentimientos hacia la fiesta del Goya de los años posteriores a la guerra de la Independencia. En cada una de las composiciones es posible advertir una expresión de la violencia y la tragedia, que las sitúan en el ámbito crítico y estético de sus anteriores series, especialmente acorde con el dramatismo de los Desastres de la guerra, con los que coincide cronológicamente en el tiempo. Cuando Goya grabó la Tauromaquia, entre 1814 y 1816, su situación personal era muy delicada, pues el regreso de Fernando VII conllevó un absolutismo político y una censura ideológica que excluyeron cualquier asomo del liberalismo que había caracterizado el entorno en el que se había desenvuelto el artista. Exiliados o muertos la mayor parte de sus amigos, sin apenas actividad pictórica en la corte, Goya recurre a un tema que puede parecer de recreo a primera vista, un paréntesis y un refugio donde el ya anciano pintor podía rememorar y evocar su juventud y, al tiempo, dar rienda suelta a su capacidad creativa; pero una mirada atenta nos conduce, al igual que en los Desastres, al tema de la violencia, la crueldad y la muerte. Es difícil dar las razones precisas por las que el pintor acometió este tipo de obra, pero es fácil argumentar que fuera por motivos económicos: en aquella época, Goya pasaba un mal momento económico, y este era el único tema, junto con el religioso, para el que había demanda. Sea como fuere, la realidad es que, cuando Goya grabó y quiso vender la colección, apenas existía actividad en el mercado de estampas madrileño, máxime cuando desde el 5 de mayo de 1814 se había vuelto a la censura previa y se había restablecido el Tribunal de la Inquisición. Desde esta perspectiva, el tema de los toros era el más adecuado para crear una colección de estampas que pudiera reportar algún ingreso, puesto que la fiesta de los toros vivió un resurgir durante el reinado de Fernando VII. No obstante, Goya se hizo eco del debate que sobre la legitimidad de la tauromaquia existía en el seno de la sociedad ilustrada: algunos de los más prestigiosos intelectuales del momento, como Jovellanos o Vargas Ponce, habían puesto en tela de juicio la denominada «fiesta nacional».
Lo cierto es que, como en tantas ocasiones en la obra de Goya, su actividad no responde a un único impulso, sino que, receptivo como era, absorbe las distintas manifestaciones del contexto que lo rodea. Una posible afición personal de juventud, la restauración de las corridas de toros durante la guerra, el éxito de series de estampas taurinas como Colección de las principales suertes de una corrida de toros (1787-1790), de Antonio Carnicero, y la posibilidad de obtener recursos económicos adicionales, así como la necesidad de dar rienda suelta a sus sentimientos de repulsión hacia la violencia a través de un tema sin aparente carga política y presente en el debate ideológico de su tiempo, son algunos de los aspectos que están en los orígenes de la serie.
Como ya ocurriera con los Caprichos, para los que tomó ideas de la literatura, Goya pudo basarse fundamentalmente en tres fuentes literarias, pero en ningún caso trató de ilustrar los textos: la Carta histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de los toros en España (1776), escrita por Nicolás Fernández de Moratín; la Tauromaquia o arte de torear a caballo y a pie (1796), redactada por José de la Tixera, probablemente al dictado del torero José Delgado, «Pepe Hillo», cuya segunda edición, de 1804, se ilustraba con estampas sobre los distintos lances del toreo, y la Disertación sobre las corridas de toros (1807), de José Vargas Ponce, que, aunque inédita entonces, a buen seguro Goya pudo leer en forma manuscrita, pues consta que el artista retrató a su autor. Estas tres fuentes sintetizan lo que fue la literatura de tema taurino en los años previos a la realización de la serie: Moratín trazó una historia de la tauromaquia que remontaba sus orígenes a los primeros pobladores de la Península; Pepe Hillo describía algunas de las principales suertes de la corrida, y Vargas Ponce, en el más documentado de los estudios, no solo trazaba su historia de forma erudita, sino que establecía las bases ideológicas de la crítica antitaurina.
Cuando Goya grabó la serie no siguió el orden cronológico en el que se editó, pues comenzó por representar sucesos de su tiempo, para pasar, en segundo lugar, a los lances históricos. No grabó solamente las 33 composiciones que componen la primera edición, sino otras siete escenas al inicio, que se conservan en el reverso de otros tantos cobres y que fueron descartadas. Asimismo, grabó otras cinco composiciones, de las que no se conserva la lámina y que se conocen por pruebas de estado, lo que suma un total de 45 composiciones grabadas. La mayor parte de los dibujos preparatorios se conservan en el Museo del Prado desde 1886, mientras que las láminas de cobre lo están en la Calcografía Nacional de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
El orden definitivo que se dio a la edición sigue un planteamiento cronológico, comenzando por la historia de la tauromaquia e incidiendo en los orígenes en la Antigüedad, la consolidación durante la España musulmana y los festejos caballerescos de la Edad Media y el Renacimiento. Un segundo bloque lo constituyen los lances de los toreros de su tiempo o inmediatamente anteriores, caracterizados por la heterodoxia de la lidia, presta a cualquier «locura» o «atrevimiento», como se indica en algunos títulos, en la que están presentes destacadas figuras del toreo, como Apiñani, Martincho, Pedro Romero y Pepe Hillo. Finalmente, el último capítulo lo constituyen aquellas escenas en las que la muerte se pone de manifiesto de forma elocuente a través de la cogida, acabando de forma simbólica con la muerte de Pepe Hillo, en 1801, suceso que conmocionó a la sociedad de entonces hasta tal punto que acarreó la prohibición de las corridas.
Pero, lejos de ser una narración gráfica de carácter descriptivo del pasado y el presente de la tauromaquia, un atento análisis de las estampas nos lleva a verlas como una expresión más de la violencia consustancial al ser humano, una manifestación del enfrentamiento irracional que aboca a la muerte del hombre. Si otras estampas taurinas de la época mostraban la muerte del toro, las estampas de Goya abundan en la innecesaria e irracional muerte del hombre. Son antitaurinas no por conmiseración con el toro, sino por respeto al hombre, que, alejado del raciocinio, se enfrenta alocadamente a un enemigo al que provoca innecesariamente. Así, las composiciones de la serie se caracterizan por su carácter dramático, centradas en la representación de la brutalidad del combate entre el hombre y el toro, cuyas figuras permanecen habitualmente aisladas del entorno, apenas una barrera insinuada que separa al temeroso y anónimo público que contempla el drama. Un drama que en ocasiones lo alcanza, como en la estampa 21, que muestra la muerte del alcalde de Torrejón en la plaza de Madrid y que termina con el peor final posible, la muerte del héroe, del hombre, representada simbólicamente con la muerte de Pepe Hillo en la estampa 33, con la que concluye la serie.
Por tanto, esta serie se debe interpretar no como un divertimento o una narración histórica, sino como una manifestación más del último Goya, antes de partir a Francia, el que casi al mismo tiempo graba los Desastres de la Guerra, la Tauromaquia y los Disparates, por lo que es lógico que existan coincidencias entre estas tres colecciones: los moros de esta serie se parecen a los mamelucos, y los espadas muertos recuerdan a los que inundan los Desastres de la guerra; por otro lado, los espectadores anónimos que contemplan los lances detrás de la barrera parecen prefigurar las masas anónimas de los Disparates.
Fuendetodos (Zaragoza) 1746 - Burdeos (Francia) 1828
El nombre que figura en los documentos del bautismo del artista, Francisco Joseph Goya, cambió en 1783 cuando incluyó en su firma el «de» que antecedía al apellido y que consagró bajo el autorretrato de los Caprichos, publicados en enero de 1799, como «Francisco de Goya y Lucientes, Pintor». Estaba en el cenit de su carrera y de su ascenso social a los 53 años, a punto de ser nombrado por los reyes primer pintor de cámara en octubre de ese año, y había ansiado desde joven recuperar en los archivos de Zaragoza los títulos de hidalguía que nunca localizó. Su carrera y reconocimiento fueron lentos. A los 13 años Goya inició su carrera en el taller de José Luzán, pero pronto, en 1762, trató de obtener una ayuda de la Real Academia de San Fernando para jóvenes de provincias; al año siguiente se presentó al Premio de Pintura de primera clase, fracasando en sus pretensiones en dos ocasiones. Después de unos años en los que probablemente residió entre Madrid y Zaragoza, tal vez en el taller de Bayeu, decidió en 1769 emprender la aventura italiana por sus propios medios, aunque tampoco lograría el Premio de la Academia de Parma en el concurso de 1771. Regresó a Zaragoza, donde debía de contar con apoyos, porque pintó ese año el fresco de la bóveda del coreto en la basílica del Pilar. Se casó en 1773 con la hermana de Francisco Bayeu. Eso fue determinante para que en 1775 llegara a Madrid, invitado por su cuñado para colaborar en el proyecto de ejecución de los cartones para tapices para los Sitios Reales, que supuso su ascenso cortesano —lento en su caso— en los años siguientes.
En 1780, a los 32 años, Goya fue elegido académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando con la presentación del Cristo en la cruz (Museo del Prado, Madrid); al mismo tiempo, el cabildo del Pilar le encargó el fresco de la cúpula de Regina Martyrum. El favor de Floridablanca en los inicios del decenio de 1780 fue además decisivo, al pintar su retrato en 1783 y recibir el encargo de uno de los cuadros para San Francisco el Grande, así como seguramente la recomendación para servir al infante don Luis y a su familia en 1783 y 1784, además de su apoyo para el encargo de los retratos de los directores del Banco de San Carlos. En 1785 Goya era teniente director de Pintura de la Academia de San Fernando y en 1786 fue nombrado finalmente pintor del rey. Al año siguiente conseguiría el mecenazgo de los duques de Osuna y poco después el de los condes de Altamira. La subida al trono en 1789 de Carlos IV supuso el nombramiento de Goya como pintor de cámara a sus 43 años. No le quedaba ya más que uno de sus hijos, Javier, de cinco años, de los seis que había tenido, y seguía pintando cartones de tapices para el rey.
Sin embargo, ese decenio iba a suponer un cambio fundamental en la vida y la actitud de Goya hacia su arte, en lo que tal vez influyó la grave enfermedad de 1793 de la que quedó sordo. Fue entonces cuando comenzó sus obras independientes, como la serie de «diversiones nacionales» que presentó en la Academia en 1794, o las series de dibujos y las consiguientes estampas de los Caprichos. Paralelamente continuó con los encargos religiosos, llenos de novedades que nadie había ejecutado hasta entonces y que se consideran incluso más revolucionarios que los de otras escenas de género, como los lienzos de la Santa Cueva de Cádiz, en 1796, o el Prendimiento de Cristo en la sacristía de la catedral de Toledo en 1798, encargo del gran cardenal Lorenzana. Alcanzó, además, la fama gracias a sus retratos, desde los reyes hasta los representantes de la más alta aristocracia, como los duques de Alba, y los personajes más interesantes de la actualidad cultural, militar y política de esos años, como Jovellanos, Urrutia, Moratín y Godoy, que culminó en 1800 con la Condesa de Chinchón y la Familia de Carlos IV (Museo del Prado, Madrid), y otros que abrieron el camino de la modernidad, como su visión de la Venus como una modelo desnuda en las Majas (Museo del Prado, Madrid).
En el nuevo siglo, la vida del artista estuvo marcada, como la del resto de los españoles, por la guerra contra Napoleón, de la que él fue uno de los más impresionantes testigos, con una visión profundamente crítica por sus reflexiones sobre la violencia, plasmadas en los Desastres de la guerra o en los lienzos del 2 y 3 de mayo de 1808, en 1814 (Museo del Prado, Madrid). Los retratos ilustraron la nueva sociedad y a los patronos aristocráticos, como el de la Marquesa de santa Cruz, la Marquesa de Villafranca pintando a su marido, o el del X duque de Osuna de 1816 (Musée Bonnat, Bayona), a los que se unieron los de la nueva burguesía, como Teresa Sureda (National Gallery, Washington D. C.) o el de su propio hijo Javier y su mujer, Gumersinda Goicoechea (colección Noailles, Francia), y el de la actriz Antonia Zárate. Antes y después de la guerra, Goya continuó con sus series de dibujos y estampas como la Tauromaquia y los Disparates, fechables en los años de la abolición de la Constitución de 1812, que culminan con las Pinturas negras en los muros de su propia casa.
La represión de Fernando VII, de quien Goya consiguió uno de los retratos más reveladores del carácter de una persona, fue seguramente la razón por la que el artista marchó a Francia en 1824, después de la llegada a Madrid de los Cien mil hijos de San Luis en mayo de ese año. Tras su estancia en la capital de Francia en julio y agosto de 1824, donde visitó el Salón de París de ese año, se estableció definitivamente en Burdeos. Sus innovaciones en esos años finales fueron muchas, como el uso de la litografía para sus nuevas estampas de los Toros de Burdeos y las miniaturas sobre marfil, con temas que aparecen también en los dibujos de esos años y que ilustran la sociedad contemporánea uniéndola a recuerdos y vivencias con su obsesión permanente por llegar al fondo de la naturaleza humana.
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