José Moñino y Redondo, I conde de Floridablanca

José Moñino y Redondo, I conde de Floridablanca

  • 1783
  • Óleo sobre lienzo
  • 260 x 166 cm
  • Cat. P_324
  • Adquirida en 1986
Por:
Manuela Mena

El retrato de José Moñino y Redondo (Murcia, 1728 - Sevilla, 1808) se ha fechado en 1783, un año después de la fundación del Banco de San Carlos y con un destino diferente pero todavía ignorado. La procedencia lo sitúa en los herederos de la familia del hermano del conde, ya que él no los tuvo directos, por lo que pudo haber sido un encargo privado y para su propia residencia. Tal vez por ello se trasluce un cierto secretismo en la carta de Goya a su amigo de Zaragoza, Martín Zapater, del 22 de enero de 1783, en que le da cuenta de la petición reservada del conde, que algún motivo debía de tener para no querer que se supiera el encargo de un retrato:

«Aunque me a encargado el Conde Floridablanca que no diga nada, lo sabe mi muger y quiero que tu lo sepas solo; y es que le he de acer su retrato, cosa que me puede baler mucho. A este señor le debo tanto que esta tarde me he estado con su señoría dos oras después que a comido, que a benido a comer a Madrid./ Esto no pienses que ni me he acordado en solicitarlo. Te dire a su tienpo lo que aya. No lo digas [...].»

Floridablanca, a quien Carlos III había ennoblecido con el título de conde en 1773, era desde 1776 primer secretario de Estado; fue figura decisiva en la valoración y éxito de Goya en esos primeros años de su asentamiento en la corte. El ministro le había favorecido ya en 1781 con el encargo de uno de los grandes cuadros de altar para el proyecto del monarca, la iglesia de San Francisco el Grande en Madrid, y por orden suya se había enviado allí en 1780 el Cristo en la Cruz (Museo del Prado, Madrid), que Goya había presentado a la Real Academia de San Fernando y por el que fue elegido miembro de número de esta. No iba a ser la última vez que el conde apoyara al artista, porque también en 1783 pudo haberle introducido ante el infante don Luis de Borbón, hermano del rey, para pintar los retratos de toda su familia. En 1784, aunque también se ha supuesto de fecha anterior, Goya retrató a Floridablanca en relación al Banco de San Carlos (Museo del Prado, Madrid), al llevar el conde en la mano la Memoria p.ª la formación del Banco nacional de S.n Carlos, que Cabarrús había escrito en 1782.

El gran retrato de Floridablanca fue el primero de carácter áulico de Goya, y en él supo utilizar con maestría todos los elementos alegóricos propios del género. El ministro aparece en el centro, bajo la presidencia de Carlos III, cuyo retrato oval cuelga al fondo con esa sugestiva idea del cuadro dentro del cuadro de larga tradición europea. El monarca viste armadura, que revela los tiempos aún revueltos del apoyo a la independencia de los Estados Unidos y de la guerra contra Inglaterra, de la recuperación de Florida en 1782 y de la toma de Menorca en 1783; y luce las órdenes del Santo Espíritu y de la instaurada por él mismo, la de la Inmaculada, así como el Toisón de Oro. Por ello, lo que sucede en la escena está sancionado por el poder y la voluntad del monarca, a pesar de que entre las varias explicaciones del cuadro alguna insista en una idea propia de la historiografía de principios del siglo XX, que quiso ver a Goya, errónea y repetidamente, como crítico con el poder del rey y de sus ministros. La escena, además, refleja un equilibrio y grandeza que realzan la imagen del ministro.

Vestido de rojo, ostenta la banda e insignia de la Real y Distinguida Orden de Carlos III; el Toisón de Oro no se le concedió hasta 1791, y su serenidad, brillantez y fortaleza constituyen el eje perfecto de la misma. Como en una balanza, Goya ha situado a un lado del ministro las obras públicas que impulsó —como el Canal Imperial de Aragón— y que constituyeron la política más avanzada técnicamente y la más beneficiosa de su gestión.

A la izquierda, el apoyo esencial de Floridablanca a las artes está encarnado en la figura de Goya, que le presenta para su aprobación un lienzo de dimensiones pequeñas, como eran los bocetos de nuevos proyectos decorativos.

Al Canal Imperial alude el mapa a sus pies, apoyado en la mesa de trabajo, o los que están sobre esta, tal vez con otros proyectos, como los pasos abiertos para facilitar las comunicaciones en Despeñaperros, Sierra Morena, Guadarrama, Navacerrada y Somosierra, en los que se dispone a trabajar su responsable, que sostiene en la mano un compás para medir distancias. A pesar de ello, se le identificó con todos los arquitectos de la corte: Sabatini, Ventura Rodríguez o Villanueva, si bien la propuesta más coherente ha sido la de que fuera el ingeniero hidráulico murciano Julián Sánchez Bort, que desde 1775 trabajaba —propuesto por Pignatelli— en la proyección y construcción del Canal Imperial. A Goya, como artista, le justifica el famoso libro teórico de Antonio Acisclo Palomino sobre la pintura, que Floridablanca proyectaba reeditar. Está junto al mapa del Canal y una estampa, todo a los pies del ministro y sobre la rica alfombra roja, no tirado en el suelo como se ha expuesto en alguna de las explicaciones. Son por ello, visualmente y como se utilizaba en la pintura clásica, la base firme de lo que sucede en el plano superior y los elementos en que se asientan las ideas y acciones del ministro.

El gran reloj dorado marca una hora exacta, las diez y media de la mañana. Carlos III comenzaba su trabajo a las ocho en punto, con audiencias generales, pero recibía a sus ministros a partir de las once, por lo que a las diez y media Floridablanca con sus asuntos ya concluidos se preparaba sin duda para ir a despachar con el rey. En ese sentido apunta también el sobre a sus pies, como uno de los numerosos memoriales y peticiones que recibía a diario en sus audiencias, que aquí está abierto y ya leído. Por otra parte, el reloj sobre la mesa, que refleja el orden en el trabajo y la actividad incesante, está decorado con una bella figura del anciano Tiempo, sentado y levantando en su mano derecha un reloj de arena que une el tiempo pasado, histórico, con el tiempo presente y moderno de la Ilustración. Por último, el ministro sostiene en su mano derecha unas lentes, signo de posición elevada y de aficiones intelectuales, así como de visión aguda de las cosas, que se pone de manifiesto también en la mirada clara de esos ojos grises y penetrantes de Floridablanca.

Manuela Mena

 
Por:
Manuela Mena
Francisco de Goya y Lucientes
Fuendetodos (Zaragoza) 1746 - Burdeos (Francia) 1828

El nombre que figura en los documentos del bautismo del artista, Francisco Joseph Goya, cambió en 1783 cuando incluyó en su firma el «de» que antecedía al apellido y que consagró bajo el autorretrato de los Caprichos, publicados en enero de 1799, como «Francisco de Goya y Lucientes, Pintor». Estaba en el cenit de su carrera y de su ascenso social a los 53 años, a punto de ser nombrado por los reyes primer pintor de cámara en octubre de ese año, y había ansiado desde joven recuperar en los archivos de Zaragoza los títulos de hidalguía que nunca localizó. Su carrera y reconocimiento fueron lentos. A los 13 años Goya inició su carrera en el taller de José Luzán, pero pronto, en 1762, trató de obtener una ayuda de la Real Academia de San Fernando para jóvenes de provincias; al año siguiente se presentó al Premio de Pintura de primera clase, fracasando en sus pretensiones en dos ocasiones. Después de unos años en los que probablemente residió entre Madrid y Zaragoza, tal vez en el taller de Bayeu, decidió en 1769 emprender la aventura italiana por sus propios medios, aunque tampoco lograría el Premio de la Academia de Parma en el concurso de 1771. Regresó a Zaragoza, donde debía de contar con apoyos, porque pintó ese año el fresco de la bóveda del coreto en la basílica del Pilar. Se casó en 1773 con la hermana de Francisco Bayeu. Eso fue determinante para que en 1775 llegara a Madrid, invitado por su cuñado para colaborar en el proyecto de ejecución de los cartones para tapices para los Sitios Reales, que supuso su ascenso cortesano —lento en su caso— en los años siguientes.

En 1780, a los 32 años, Goya fue elegido académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando con la presentación del Cristo en la cruz (Museo del Prado, Madrid); al mismo tiempo, el cabildo del Pilar le encargó el fresco de la cúpula de Regina Martyrum. El favor de Floridablanca en los inicios del decenio de 1780 fue además decisivo, al pintar su retrato en 1783 y recibir el encargo de uno de los cuadros para San Francisco el Grande, así como seguramente la recomendación para servir al infante don Luis y a su familia en 1783 y 1784, además de su apoyo para el encargo de los retratos de los directores del Banco de San Carlos. En 1785 Goya era teniente director de Pintura de la Academia de San Fernando y en 1786 fue nombrado finalmente pintor del rey. Al año siguiente conseguiría el mecenazgo de los duques de Osuna y poco después el de los condes de Altamira. La subida al trono en 1789 de Carlos IV supuso el nombramiento de Goya como pintor de cámara a sus 43 años. No le quedaba ya más que uno de sus hijos, Javier, de cinco años, de los seis que había tenido, y seguía pintando cartones de tapices para el rey.

Sin embargo, ese decenio iba a suponer un cambio fundamental en la vida y la actitud de Goya hacia su arte, en lo que tal vez influyó la grave enfermedad de 1793 de la que quedó sordo. Fue entonces cuando comenzó sus obras independientes, como la serie de «diversiones nacionales» que presentó en la Academia en 1794, o las series de dibujos y las consiguientes estampas de los Caprichos. Paralelamente continuó con los encargos religiosos, llenos de novedades que nadie había ejecutado hasta entonces y que se consideran incluso más revolucionarios que los de otras escenas de género, como los lienzos de la Santa Cueva de Cádiz, en 1796, o el Prendimiento de Cristo en la sacristía de la catedral de Toledo en 1798, encargo del gran cardenal Lorenzana. Alcanzó, además, la fama gracias a sus retratos, desde los reyes hasta los representantes de la más alta aristocracia, como los duques de Alba, y los personajes más interesantes de la actualidad cultural, militar y política de esos años, como Jovellanos, Urrutia, Moratín y Godoy, que culminó en 1800 con la Condesa de Chinchón y la Familia de Carlos IV (Museo del Prado, Madrid), y otros que abrieron el camino de la modernidad, como su visión de la Venus como una modelo desnuda en las Majas (Museo del Prado, Madrid).

En el nuevo siglo, la vida del artista estuvo marcada, como la del resto de los españoles, por la guerra contra Napoleón, de la que él fue uno de los más impresionantes testigos, con una visión profundamente crítica por sus reflexiones sobre la violencia, plasmadas en los Desastres de la guerra o en los lienzos del 2 y 3 de mayo de 1808, en 1814 (Museo del Prado, Madrid). Los retratos ilustraron la nueva sociedad y a los patronos aristocráticos, como el de la Marquesa de santa Cruz, la Marquesa de Villafranca pintando a su marido, o el del X duque de Osuna de 1816 (Musée Bonnat, Bayona), a los que se unieron los de la nueva burguesía, como Teresa Sureda (National Gallery, Washington D. C.) o el de su propio hijo Javier y su mujer, Gumersinda Goicoechea (colección Noailles, Francia), y el de la actriz Antonia Zárate. Antes y después de la guerra, Goya continuó con sus series de dibujos y estampas como la Tauromaquia y los Disparates, fechables en los años de la abolición de la Constitución de 1812, que culminan con las Pinturas negras en los muros de su propia casa.

La represión de Fernando VII, de quien Goya consiguió uno de los retratos más reveladores del carácter de una persona, fue seguramente la razón por la que el artista marchó a Francia en 1824, después de la llegada a Madrid de los Cien mil hijos de San Luis en mayo de ese año. Tras su estancia en la capital de Francia en julio y agosto de 1824, donde visitó el Salón de París de ese año, se estableció definitivamente en Burdeos. Sus innovaciones en esos años finales fueron muchas, como el uso de la litografía para sus nuevas estampas de los Toros de Burdeos y las miniaturas sobre marfil, con temas que aparecen también en los dibujos de esos años y que ilustran la sociedad contemporánea uniéndola a recuerdos y vivencias con su obsesión permanente por llegar al fondo de la naturaleza humana.

Manuela Mena

 
Por:
Paloma Gómez Pastor
José Moñino y Redondo (Murcia 1728 - Sevilla 1808)

A los ocho años ingresó en el seminario de San Fulgencio de Murcia, y continuó sus estudios en la Universidad de Orihuela donde se graduó en Leyes en 1744. De vuelta a Murcia desempeñó la Cátedra de Derecho Civil en el seminario de San Fulgencio y trabajó como pasante en el despacho de un abogado, Pedro Marín Alfocea. En 1748 se trasladó a Madrid donde fue recibido en los Reales Consejos como abogado. Ejerció la abogacía durante dieciocho años, y también desempeñó algunas comisiones confiadas por el Consejo Real de Castilla.

Su talento y su talante como abogado fueron mereciendo el apoyo y la protección de familias nobiliarias poderosas, como la del duque de Osuna o la de los marqueses de Perales. Carlos III le otorgó honores de alcalde de Casa y Corte en 1763. Esta distinción y el apoyo al Tratado de Regalía de Amortización publicado en 1765 por Pedro Rodríguez de Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, contribuyeron a su posterior ascenso profesional y político.

Tras los acontecimientos del motín contra Esquilache en 1766, fue nombrado fiscal de lo criminal del Consejo Real de Castilla. En 1769, al ser creada una tercera plaza de fiscal, le correspondió el distrito de Castilla la Nueva, que abarcaba la Chancillería de Granada y las Audiencias de Sevilla y Canarias, mientras Campomanes, como fiscal más antiguo, se reservaba el distrito de Castilla la Vieja. Esos años como fiscal del Consejo, a la sombra de Campomanes, cimentaría una sólida fama de regalista, prudente, ponderado en las formas pero firme en el fondo, como lo muestran sus respuestas o alegaciones fiscales.

En 1772, Carlos III lo nombró ministro plenipotenciario interino ante la Santa Sede. Tal destino requería a un regalista pero, además, a alguien convencido de la conveniencia de la extinción de la Compañía de Jesús, de lo que había dado muestra en el dictamen fiscal sobre la necesaria abolición de la compañía escrito junto a Campomanes en 1767. Ambos fiscales habían acusado a los jesuitas de ser defensores de doctrinas contrarias al poder temporal y real, e incluso desobedientes a la autoridad civil, dada su dependencia absoluta del Sumo Pontífice. En Roma fue minando la capacidad de resistencia del papa Clemente XIV hasta la suscripción del breve de extinción de la Compañía de Jesús el 21 de julio de 1773. En él, sin condenar su doctrina ni sus costumbres, ni su disciplina, fue suprimida como cuerpo religioso. En 1774, intervino en la elección del nuevo papa Pío VI para asegurar que fuese afecto a las cortes borbónicas y enemigo de la Compañía de Jesús. En reconocimiento a los servicios prestados en Roma, Carlos III le concedió el título de conde de Floridablanca en 1773, junto a otras mercedes reales.

Permaneció en Roma hasta que fue llamado el 7 de noviembre de 1776 para suceder a Grimaldi, que había presentado su dimisión como secretario del Despacho de Estado. Su titularidad como tal secretario se concretó por Real Provisión de 1777. En este cargo se ganó la confianza y el afecto de Carlos III, por su energía y capacidad para el despacho de los negocios. Al morir Manuel Roda y Arrieta, ocupó con carácter interino la secretaría de Estado de Gracia y Justicia hasta 1790 en que lo sustituyó Antonio Porlier y Sopranis.

Como secretario del Despacho de Estado se encargó, principalmente, de la dirección de la política exterior entre 1777 y 1792. Desde el principio hubo de ocuparse de asuntos graves: la disputa fronteriza con Portugal en el Río de la Plata, alcanzando un beneficioso tratado de límites; la cuestión de la independencia de las colonias inglesas en Norteamérica, y la renovación con Francia del Tercer Pacto de Familia mediante la Convención de Aranjuez en 1779, que llevó a España al borde de la guerra con Inglaterra. Floridablanca no pudo mantener su posición de neutralidad ni el papel que deseaba de árbitro internacional y, a instancia de Francia con el apoyo de Carlos III, hubo de suscribir la Convención de Aranjuez que llevó a la declaración de guerra contra Inglaterra, la cual concluiría con la Paz de Versalles de 2 de septiembre de 1783, firmada por Aranda, por la que España recuperó Menorca y ambas Floridas. Este éxito dejó al descubierto las diferencias entre Aranda y Floridablanca que, con el transcurso del tiempo, derribaron del poder a Moñino.

A pesar de todo, durante los últimos años del reinado de Carlos III, Floridablanca fue consolidando su predominio político. El monarca le confió la dirección de la política exterior, convirtiéndolo de facto en una especie de primer ministro, supervisor y coordinador de la labor de sus restantes colegas. Esta preponderancia ministerial y política desembocaría en 1787 en la constitución de una Junta Suprema de Estado.

En política interior, amparó e impulsó numerosas reformas generales, como la mejora en el servicio de correos y postas, la apertura de diversos puertos peninsulares al libre comercio con América y la creación de compañías privilegiadas de comercio, como la Real Compañía de Filipinas; el desarrollo de las sociedades económicas de amigos del país; la regeneración social de vagos, ociosos y malentretenidos; la fundación del Banco Nacional de San de Carlos por Real Cédula de 2 de junio de 1782, encargado del descuento de los vales reales; la construcción de canales de riego y navegación, de puertos terrestres y de caminos; la aplicación de medidas de reforma de la política fiscal, como el establecimiento de la contribución de frutos civiles en 1785; el fomento de la agricultura; la organización provincial; la regeneración educativa y cultural institucionalizada, como fue el Proyecto de una Academia de Ciencias y Buenas Letras, unido a otros organismos científicos anejos como el Gabinete Astronómico, el Real Gabinete de Máquinas, el Gabinete de Historia Natural y el Jardín Botánico, etc.

El periodo culminante del ejercicio del poder político por Floridablanca se extendió entre 1787 y 1792, a partir de la creación de la Suprema Junta ordinaria y perpetua de Estado para la adopción colegiada de acuerdos en aquellos negocios que pudiera resultar regla general, resolver conflictos de competencias entre las distintas secretarías del Despacho, consejos y tribunales superiores, y decidir en propuestas de empleos que afectasen a diferentes departamentos. El Real Decreto de creación de la Junta fue acompañado de una Instrucción reservada que constituye un completo programa de gobierno de la monarquía española en la segunda mitad del siglo XVIII.

Los objetivos de la política exterior de Floridablanca fueron el mantenimiento de estrechas relaciones con Francia y Nápoles, y de desconfianza con Inglaterra. Floridablanca quiso mantener la tradicional doctrina del equilibrio europeo, vigente desde la Paz de Westfalia de 1648, pero tampoco quería la derrota total del poder inglés, que dejaría libre a Francia de imponer su voluntad sobre España. Las reticencias de Floridablanca por independizar a la diplomacia española de la francesa sufrieron un giro radical tras la Revolución francesa de 1789.

La transformación diplomática y política del mapa europeo que supuso la Revolución francesa ocasionó, en el caso de Floridablanca, la pérdida de su prestigio y poder. Los cambios de orientación de la diplomacia española a partir de 1789, la crisis económica de ese mismo año, malas cosechas de cereal y desabastecimiento, su política de «cordón sanitario» por el miedo al «contagio» revolucionario, y la ofensiva de descrédito iniciada por el conde de Aranda dieron lugar a su Memorial de renuncia de 1788, que Carlos III —que fallecería meses más tarde— no aceptó. Carlos IV lo mantuvo al frente de las Secretarías de Estado y del Despacho, pero su situación se tornó precaria.

La destitución de Floridablanca en 1792 vino acompañada de una reforma institucional consistente en la supresión de la 􀀱unta Suprema de Estado y el restablecimiento del Consejo de Estado. El conde de Aranda fue nombrado decano del Consejo de Estado y secretario interino del Despacho en sustitución de Floridablanca. Floridablanca fue desterrado y se trasladó a Hellín, a casa de su hermano Francisco; allí fue detenido y trasladado a la ciudadela de Navarra. Acusado de abuso de poder y de malversación de caudales públicos en la financiación del Canal de Aragón, tuvo que responder a proceso global de responsabilidad política. Le favoreció la caída de Aranda en el mismo año de 1792, prisionero a su vez en la Alhambra de Granada. Godoy había pasado a manejar los hilos del poder. En 1795, con la celebración de la Paz de Basilea, quedó absuelto de toda responsabilidad política, siendo levantado el embargo de sus bienes, si bien no recuperó su libertad hasta 1808 tras la abdicación de Carlos IV.

En Murcia le llegó la noticia de la invasión napoleónica. La Revolución francesa lo había descabalgado del poder, pero ahora Napoleón lo designó representante de la Junta Provincial de Murcia, y en octubre de ese mismo año fue elegido presidente de la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino, depositaria de la autoridad soberana hasta la restitución a España de Fernando VII, cautivo en Francia. La Junta Central se traslada a Sevilla. Pese a lo avanzado de su edad y a su pronto fallecimiento, no sería una figura fugaz ni un presidente simbólico. Redactó el Manifiesto de la Nación Española en octubre de 1808, inspiró el texto del Reglamento para el régimen de las Juntas provinciales publicado en 1809, y también debe atribuírsele, si no en la letra sí en el espíritu, el Reglamento para el gobierno interior de septiembre de 1808.

El 30 de diciembre de 1808 falleció en Sevilla y fue enterrado en su catedral con honores de infante de Castilla. Entre otras distinciones, le habían sido otorgadas la Gran Cruz de la Orden de Carlos III (28 de marzo de 1783) y la de caballero de la Insigne Orden del Toisón de Oro (28 de febrero de 1791).

Extracto de: J. M. Vallejo García-Hevia: Diccionario biográfico español, Madrid: Real Academia de la Historia, 2009-2013.

Paloma Gómez Pastor

 
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