Colección
José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca
- 1787-1792
- Óleo sobre lienzo
- 112,2 x 65,3 cm
- Cat. P_163
- Adquirida en 1878
Aunque este retrato se ha considerado alguna vez obra de Anton Raphael Mengs, resulta sumamente problemática la atribución al artista de origen bohemio, en primera instancia por razones de cronología. Mengs falleció en 1779, por lo que no es posible que realizase un retrato que muestra al conde de Floridablanca en torno a los sesenta o sesenta y cinco años. Según esa estimación de edad del retratado, la obra debió de realizarse entre 1787 y 1792. Si la inscripción es contemporánea del retrato, es preciso pensar también en una fecha posterior a 1788, año de la muerte de Carlos III y del cese de Floridablanca como ministro, pues reza así: «Excmo. Sor. Conde de Floridablanca. Ministro que fue del Rey Carlos III».
Es probable que se trate de una obra de Francisco Folch de Cardona, cuya técnica no está lejos de la tradición de Mengs, aunque interpretada con una cierta dureza. Folch mantuvo relación con la familia Moñino, oriunda de Murcia, pues fue director de la Escuela de Dibujo de esa ciudad y, más tarde, en Madrid, llegó a ostentar la posición de pintor de la corte. El estricto paralelismo con los retratos goyescos puede explicar una cierta semejanza externa de actitud y espíritu con las obras del aragonés; no obstante, la evidente rigidez y envaramiento nos remite a un artista más limitado, aunque de manifiesta intensidad en el conocimiento del personaje y en la transmisión directa de su carácter.
Comentario actualizado por Carlos Martín
A los ocho años ingresó en el seminario de San Fulgencio de Murcia, y continuó sus estudios en la Universidad de Orihuela donde se graduó en Leyes en 1744. De vuelta a Murcia desempeñó la Cátedra de Derecho Civil en el seminario de San Fulgencio y trabajó como pasante en el despacho de un abogado, Pedro Marín Alfocea. En 1748 se trasladó a Madrid donde fue recibido en los Reales Consejos como abogado. Ejerció la abogacía durante dieciocho años, y también desempeñó algunas comisiones confiadas por el Consejo Real de Castilla.
Su talento y su talante como abogado fueron mereciendo el apoyo y la protección de familias nobiliarias poderosas, como la del duque de Osuna o la de los marqueses de Perales. Carlos III le otorgó honores de alcalde de Casa y Corte en 1763. Esta distinción y el apoyo al Tratado de Regalía de Amortización publicado en 1765 por Pedro Rodríguez de Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, contribuyeron a su posterior ascenso profesional y político.
Tras los acontecimientos del motín contra Esquilache en 1766, fue nombrado fiscal de lo criminal del Consejo Real de Castilla. En 1769, al ser creada una tercera plaza de fiscal, le correspondió el distrito de Castilla la Nueva, que abarcaba la Chancillería de Granada y las Audiencias de Sevilla y Canarias, mientras Campomanes, como fiscal más antiguo, se reservaba el distrito de Castilla la Vieja. Esos años como fiscal del Consejo, a la sombra de Campomanes, cimentaría una sólida fama de regalista, prudente, ponderado en las formas pero firme en el fondo, como lo muestran sus respuestas o alegaciones fiscales.
En 1772, Carlos III lo nombró ministro plenipotenciario interino ante la Santa Sede. Tal destino requería a un regalista pero, además, a alguien convencido de la conveniencia de la extinción de la Compañía de Jesús, de lo que había dado muestra en el dictamen fiscal sobre la necesaria abolición de la compañía escrito junto a Campomanes en 1767. Ambos fiscales habían acusado a los jesuitas de ser defensores de doctrinas contrarias al poder temporal y real, e incluso desobedientes a la autoridad civil, dada su dependencia absoluta del Sumo Pontífice. En Roma fue minando la capacidad de resistencia del papa Clemente XIV hasta la suscripción del breve de extinción de la Compañía de Jesús el 21 de julio de 1773. En él, sin condenar su doctrina ni sus costumbres, ni su disciplina, fue suprimida como cuerpo religioso. En 1774, intervino en la elección del nuevo papa Pío VI para asegurar que fuese afecto a las cortes borbónicas y enemigo de la Compañía de Jesús. En reconocimiento a los servicios prestados en Roma, Carlos III le concedió el título de conde de Floridablanca en 1773, junto a otras mercedes reales.
Permaneció en Roma hasta que fue llamado el 7 de noviembre de 1776 para suceder a Grimaldi, que había presentado su dimisión como secretario del Despacho de Estado. Su titularidad como tal secretario se concretó por Real Provisión de 1777. En este cargo se ganó la confianza y el afecto de Carlos III, por su energía y capacidad para el despacho de los negocios. Al morir Manuel Roda y Arrieta, ocupó con carácter interino la secretaría de Estado de Gracia y Justicia hasta 1790 en que lo sustituyó Antonio Porlier y Sopranis.
Como secretario del Despacho de Estado se encargó, principalmente, de la dirección de la política exterior entre 1777 y 1792. Desde el principio hubo de ocuparse de asuntos graves: la disputa fronteriza con Portugal en el Río de la Plata, alcanzando un beneficioso tratado de límites; la cuestión de la independencia de las colonias inglesas en Norteamérica, y la renovación con Francia del Tercer Pacto de Familia mediante la Convención de Aranjuez en 1779, que llevó a España al borde de la guerra con Inglaterra. Floridablanca no pudo mantener su posición de neutralidad ni el papel que deseaba de árbitro internacional y, a instancia de Francia con el apoyo de Carlos III, hubo de suscribir la Convención de Aranjuez que llevó a la declaración de guerra contra Inglaterra, la cual concluiría con la Paz de Versalles de 2 de septiembre de 1783, firmada por Aranda, por la que España recuperó Menorca y ambas Floridas. Este éxito dejó al descubierto las diferencias entre Aranda y Floridablanca que, con el transcurso del tiempo, derribaron del poder a Moñino.
A pesar de todo, durante los últimos años del reinado de Carlos III, Floridablanca fue consolidando su predominio político. El monarca le confió la dirección de la política exterior, convirtiéndolo de facto en una especie de primer ministro, supervisor y coordinador de la labor de sus restantes colegas. Esta preponderancia ministerial y política desembocaría en 1787 en la constitución de una Junta Suprema de Estado.
En política interior, amparó e impulsó numerosas reformas generales, como la mejora en el servicio de correos y postas, la apertura de diversos puertos peninsulares al libre comercio con América y la creación de compañías privilegiadas de comercio, como la Real Compañía de Filipinas; el desarrollo de las sociedades económicas de amigos del país; la regeneración social de vagos, ociosos y malentretenidos; la fundación del Banco Nacional de San de Carlos por Real Cédula de 2 de junio de 1782, encargado del descuento de los vales reales; la construcción de canales de riego y navegación, de puertos terrestres y de caminos; la aplicación de medidas de reforma de la política fiscal, como el establecimiento de la contribución de frutos civiles en 1785; el fomento de la agricultura; la organización provincial; la regeneración educativa y cultural institucionalizada, como fue el Proyecto de una Academia de Ciencias y Buenas Letras, unido a otros organismos científicos anejos como el Gabinete Astronómico, el Real Gabinete de Máquinas, el Gabinete de Historia Natural y el Jardín Botánico, etc.
El periodo culminante del ejercicio del poder político por Floridablanca se extendió entre 1787 y 1792, a partir de la creación de la Suprema Junta ordinaria y perpetua de Estado para la adopción colegiada de acuerdos en aquellos negocios que pudiera resultar regla general, resolver conflictos de competencias entre las distintas secretarías del Despacho, consejos y tribunales superiores, y decidir en propuestas de empleos que afectasen a diferentes departamentos. El Real Decreto de creación de la Junta fue acompañado de una Instrucción reservada que constituye un completo programa de gobierno de la monarquía española en la segunda mitad del siglo XVIII.
Los objetivos de la política exterior de Floridablanca fueron el mantenimiento de estrechas relaciones con Francia y Nápoles, y de desconfianza con Inglaterra. Floridablanca quiso mantener la tradicional doctrina del equilibrio europeo, vigente desde la Paz de Westfalia de 1648, pero tampoco quería la derrota total del poder inglés, que dejaría libre a Francia de imponer su voluntad sobre España. Las reticencias de Floridablanca por independizar a la diplomacia española de la francesa sufrieron un giro radical tras la Revolución francesa de 1789.
La transformación diplomática y política del mapa europeo que supuso la Revolución francesa ocasionó, en el caso de Floridablanca, la pérdida de su prestigio y poder. Los cambios de orientación de la diplomacia española a partir de 1789, la crisis económica de ese mismo año, malas cosechas de cereal y desabastecimiento, su política de «cordón sanitario» por el miedo al «contagio» revolucionario, y la ofensiva de descrédito iniciada por el conde de Aranda dieron lugar a su Memorial de renuncia de 1788, que Carlos III —que fallecería meses más tarde— no aceptó. Carlos IV lo mantuvo al frente de las Secretarías de Estado y del Despacho, pero su situación se tornó precaria.
La destitución de Floridablanca en 1792 vino acompañada de una reforma institucional consistente en la supresión de la unta Suprema de Estado y el restablecimiento del Consejo de Estado. El conde de Aranda fue nombrado decano del Consejo de Estado y secretario interino del Despacho en sustitución de Floridablanca. Floridablanca fue desterrado y se trasladó a Hellín, a casa de su hermano Francisco; allí fue detenido y trasladado a la ciudadela de Navarra. Acusado de abuso de poder y de malversación de caudales públicos en la financiación del Canal de Aragón, tuvo que responder a proceso global de responsabilidad política. Le favoreció la caída de Aranda en el mismo año de 1792, prisionero a su vez en la Alhambra de Granada. Godoy había pasado a manejar los hilos del poder. En 1795, con la celebración de la Paz de Basilea, quedó absuelto de toda responsabilidad política, siendo levantado el embargo de sus bienes, si bien no recuperó su libertad hasta 1808 tras la abdicación de Carlos IV.
En Murcia le llegó la noticia de la invasión napoleónica. La Revolución francesa lo había descabalgado del poder, pero ahora Napoleón lo designó representante de la Junta Provincial de Murcia, y en octubre de ese mismo año fue elegido presidente de la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino, depositaria de la autoridad soberana hasta la restitución a España de Fernando VII, cautivo en Francia. La Junta Central se traslada a Sevilla. Pese a lo avanzado de su edad y a su pronto fallecimiento, no sería una figura fugaz ni un presidente simbólico. Redactó el Manifiesto de la Nación Española en octubre de 1808, inspiró el texto del Reglamento para el régimen de las Juntas provinciales publicado en 1809, y también debe atribuírsele, si no en la letra sí en el espíritu, el Reglamento para el gobierno interior de septiembre de 1808.
El 30 de diciembre de 1808 falleció en Sevilla y fue enterrado en su catedral con honores de infante de Castilla. Entre otras distinciones, le habían sido otorgadas la Gran Cruz de la Orden de Carlos III (28 de marzo de 1783) y la de caballero de la Insigne Orden del Toisón de Oro (28 de febrero de 1791).
Extracto de: J. M. Vallejo García-Hevia: Diccionario biográfico español, Madrid: Real Academia de la Historia, 2009-2013.
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