Colección
Fernando VII
- 1832
- Óleo sobre lienzo
- 187 x 135 cm
- Cat. P_143
- Encargo al autor por el Banco Nacional de San Carlos en 1828
- Observaciones: Existe un dibujo preparatorio en la Biblioteca Nacional.
El rey Fernando VII (1784-1833) aparece sentado en un sillón, invadiendo con sus pies el primer término de la composición, lo que provoca una sensación de proximidad física. Se trata de un retrato «oficial» y, como tal, contiene numerosos elementos alusivos al rango del modelo, a sus responsabilidades y a sus honores. También hay alguna referencia al destino de este cuadro. Viste uniforme de capitán general, y la banda encarnada que ciñe su vientre, la espada que cuelga de la parte izquierda de su cintura y el bastón que sostiene con su mano derecha son atributos de mando y de responsabilidades militares, que forman parte de una larga tradición de representación de los monarcas españoles. Su pecho está adornado por varias insignias que nos revelan su estatus y su linaje. Así, el Toisón de Oro es una constante en los retratos reales desde los primeros monarcas de la casa de Austria. A su lado se aprecia una rica insignia de la orden de Carlos III, identificable por la imagen de la Inmaculada, que se completa con la banda azul y blanca que cruza el pecho y que alude a la misma orden. Bajo la insignia citada, asoma la de Isabel la Católica. Todas ellas son referencias estrechamente vinculadas con la monarquía hispánica. La retórica simbólica del retrato se complementa con la mesa de tapete encarnado en la que apoya la mano izquierda. Lo que vemos en ella es una escribanía y varios libros, que suponen una actualización de la tipología del rey, consciente de sus responsabilidades administrativas. El lomo del volumen sobre el que se apoya aclara que se trata de la «Real Cédula del Banco de San Fernando», que se imprimió en 1829.
En esa fecha Fernando VII cumplió cuarenta y cinco años; le quedaban cuatro de vida, lo cual hace que esta obra sea un magnífico ejemplo del aspecto físico y de la expresividad facial y corporal que tenía en la última parte de su reinado. Es un monarca que posa sentado, en una actitud más bien relajada, un tanto repantingado, sosteniendo con despreocupación el bastón de mando y con expresión más bien risueña, lejos de la impasividad, distancia y «gravedad» que tradicionalmente habían caracterizado los retratos de los reyes españoles.
Se trata de una de las obras mejor documentadas de la Colección Banco de España, pues se conocen las fechas bastante aproximadas de su encargo y su recepción, y existe también un dibujo (Biblioteca Nacional, Madrid) que ayuda a entender el proceso creativo. La obra fue propuesta a mediados de 1828 por el Banco de San Carlos y fue uno de los últimos encargos suntuarios de esta institución, que al año siguiente fue sustituida por el nuevo Banco de San Fernando. Ante la ausencia de noticias sobre el desarrollo del cuadro, en noviembre de 1829 el director de este preguntó a Vicente López, tomando como excusa la necesidad que tenía la institución de contar con una efigie del rey para que presidiera las celebraciones por su matrimonio con María Cristina de Borbón. El pintor, a su vez, se excusó argumentando que «mis ocupaciones en el servicio de S. M. [...] son de la clase de aquellas que no siempre piden espera y por lo tanto no me ha sido posible ocuparme exclusivamente del retrato de S. M.» Finalmente, el retrato se pagó en 1832, costando 9000 reales la pintura y 3860 el marco.
Ese precio está en consonancia con el valor e interés de la obra, algo que fue reconocido desde épocas tempranas. En alguna ocasión, a través de sus propias tasaciones. Así, en 1857 se valoraba en 14000 reales, una cifra muy superior, por ejemplo, al Carlos III de Goya (2200 reales) o a cualquiera de los retratos de directores hechos por este mismo pintor (entre 1000 y 1200 reales). En la segunda mitad del siglo, Tomás Varela escribió que su autor aseguraba que «es el mejor retrato que hay» de Fernando VII, y durante el siglo XX ha merecido los elogios de todos los especialistas en la pintura de Vicente López.
Este retrato, efectivamente, ocupa un lugar importante en el amplio catálogo de las efigies reales de López, tanto por su calidad como por su singularidad compositiva. En él concurren todas las características que lo convirtieron en el retratista español más importante de su generación y en un nombre imprescindible en cualquier repaso de la historia del género en España. La amplia variedad de tejidos y objetos que aparece en el cuadro le permite hacer un alarde de sus dotes dibujísticas y de su capacidad para la reproducción de texturas, una de las virtudes que tradicionalmente más se le han admirado. Esa misma variedad se traduce también en una gama cromática muy amplia que, sin embargo, se encuentra bien combinada. Así, el color verdoso de los calzones encuentra su correspondencia en los tonos ocres y verdosos de la columna, la cortina y la pared y sirven, en su combinación con las distintas gamas del rojo, para definir el clima cromático del cuadro. El citado dibujo preparatorio evidencia el cuidado que puso Vicente López en la ejecución de la obra. En él llama la atención la ausencia de un detalle importante del cuadro: el taburete que hay en primer término a la derecha y sobre el que descansa un sombrero. Se trata de un motivo de gran interés por su valor compositivo, pues con su estricta frontalidad contribuye a subrayar la dirección oblicua que adquiere la figura del rey. Pero, además, ese motivo es un auténtico alarde a través del cual Vicente López demuestra sus grandes cualidades como dibujante, pues en la descripción del sombrero ha tenido que emplear a fondo todos sus conocimientos de perspectiva.
La importancia de esta obra no viene solo determinada por su calidad intrínseca, sino también por su interés desde el punto de vista tipológico. En la ya entonces larga historia del retrato real español habían predominado las imágenes de los monarcas de pie o, más puntualmente, a caballo. Eran muy raras las obras que los representaban sentados, aunque no faltaban, como el de Carlos V por Tiziano. En el caso de Fernando VII, aunque es posible que esa pose tenga que ver con su padecimiento de gota, lo cierto es que se adecúa bien al destino del retrato. Aunque, como se ha dicho, está vestido de general, los atributos militares y de mando se encuentran bastante relajados, predomina una imagen personal distendida y, desde el punto de vista simbólico, se concede una importancia destacada a los objetos que hay en la mesa, junto a su mano derecha: la escribanía y los estatutos del Banco. Desde el punto de vista de la institución, además, esa modalidad de retrato contaba con un precedente muy significativo: la efigie del conde de Altamira, que se representa igualmente sentado y con la mano izquierda apoyada en una mesa en la que volvemos a encontrar una escribanía. Cambia el resto del contexto retórico, que en el caso de Fernando VII es mucho más abigarrado. Vicente López (València, 1772 - Madrid, 1819) era admirador y amigo de Goya, como testifica el retrato que le hizo en 1826 (Museo del Prado, Madrid), solo dos años antes de que se le encargase el cuadro del Banco de San Carlos. Probablemente no es ninguna casualidad que cuando abordó esta obra tuviera en mente el retrato que había hecho su colega para la misma institución.
El dibujo preparatorio de esta obra, conservado en la Biblioteca Nacional, presenta al rey sedente, con muy ligeras alteraciones respecto al lienzo definitivo. Apenas algunos detalles —como la forma en la que se decora el bufete junto al que se sienta, la presencia de la escribanía y del sombrero del monarca y otras pequeñas diferencias— evidencian en realidad el carácter preparatorio para el gran lienzo del Banco de España. Pero lo más interesante de ese dibujo es quizá la relación que tiene con otro, conservado también en la Biblioteca Nacional, en el que López ensayó un retrato doble del monarca que nunca llegó a pintar. Representa a Fernando VII acompañado de su hermano el infante Carlos María Isidro, y ambos aparecen como protectores de las Bellas Artes. Ejecutado con una técnica muy similar a ese otro, emplea también el lápiz y la tinta sepia. El dibujo, datado en 1829, coincide con el momento en que el rey, enfermo y viudo, antes del matrimonio con su futura cuarta esposa, María Cristina de Borbón, se asocia con la figura de su propio hermano en una composición que parece preparar seguramente un grabado, pues contiene una clara función propagandística, asociada al refuerzo de la continuidad de la dinastía borbónica, en medio de una profunda crisis política. En ella el rey toma a su hermano con la mano izquierda, mientras señala con la derecha un grupo alegórico de las Tres Nobles Artes. Aunque la versión definitiva de esa imagen borbónica proteccionista fuese descartada, es evidente que López la recuperó, cuando era ya imposible pensar en que el rey posaría con un hermano intrigante y distanciado, para retratarle en solitario, en una obra tan significativa como la del Banco de España.
Fernando VII, vestido de capitán general, adornado con el Toisón y con las grandes cruces de Carlos III e Isabel la Católica, posa a sus cuarenta y siete años, de cuerpo entero, «gordo y cazurro, con aviesa mirada y los miembros obesos y entumecidos», según la descripción de Enrique Lafuente Ferrari. Pero ni la desidiosa apariencia ni el escaso prestigio que persiguieron al monarca son capaces de opacar la calidad pictórica de esta obra. Para Aguilera es «seguramente el mejor de los retratos que ejecutó Vicente López teniendo como modelo a su odioso patrón, quien aquí aparece favorecido hasta donde no cabe más». El rey aparece junto a un bufete en el que puede verse, junto a la escribanía de plata y varios libros, uno en el que se lee con claridad «Real Cédula del Banco de San Fernando», aludiendo expresamente al destino para el que fue concebido. Aunque el cuadro había sido encargado a mediados de 1828 por el Banco de San Carlos, las transformaciones de la institución lo presentan en realidad como fundador del Banco de San Fernando, cuya cédula fundacional sirve para concederle ese reconocimiento patronal.
La dilatada historia del encargo de la obra es en realidad conocida, pues, a través de una correspondencia conservada por los descendientes del pintor, el director del nuevo banco de San Fernando, de fundación fernandina, apremiaba a López el 25 de noviembre de 1829 para la entrega del retrato del rey, por si estuviera listo para exhibirse con motivo del inminente cuarto matrimonio del monarca. López respondió al director, Andrés Caballero, que «para los días de las funciones le es a propósito el que hace algún tiempo pinté delante del original cuya dimensión será con marco como de cuatro pies escasos y le cederé gustoso y podrá servirse de él hasta la conclusión el de cuerpo entero que me tiene encargado». Tres días después, el director respondía al pintor agradeciendo su ofrecimiento, pero le anunciaba que el Banco ya poseía otro retrato del rey para adornar las fiestas del matrimonio de su majestad, que ha de identificarse seguramente con el de Zacarías González Velázquez. Hasta 1832 el nuevo retrato no fue entregado por su autor, que presentó a examen de la junta de 22 de mayo de ese año una factura de 9000 reales por la pintura y 3860 por el fabuloso marco que todavía conserva, sumas que le fueron abonadas de inmediato. En la junta del 1 de febrero de 1833 se manifestó que los dispendios de gasto ejecutados por el retrato encargado a López no deberían volver a repetirse, a pesar de tratarse de un precio ajustado al valor de la obra en el mercado de su tiempo. En el inventario del Banco de 1847 aparece de hecho valorado en 14 000 reales de vellón, muy por encima de la estimación de los Goya y por más dinero que el pagado al artista. Este retrato ha de considerarse, tanto por sus cualidades plásticas como por su valor iconográfico, una de las mejores efigies del monarca realizadas por López. Se conoce una copia parcial de busto corto en el comercio de Barcelona y otra completa en el Museo de Córdoba.
Rey de España 1814 - 1833
Fue el noveno hijo de Carlos IV y María Luisa de Parma. La muerte prematura de sus hermanos, los gemelos Carlos y Felipe, posibilitó que sucediera a su padre en el trono. En 1789 fue jurado príncipe de Asturias en San Jerónimo el Real. La educación del príncipe distó de ser excelente pero no fue un ignorante ni menospreció la cultura. En su juventud se aficionó a la química y a las ciencias experimentales en el laboratorio puesto a su disposición, dirigido por el científico Gutiérrez Bueno. Se preocupó de incrementar su biblioteca, y adquirió un conocimiento suficiente de francés como para traducir textos de esa lengua. Tuvo interés por conocer en persona el estado económico de su reino, que plasmó en sus diarios de viajes; y se interesó por las artes, continuando con ello la tradición de su padre (durante su reinado se creó el Museo del Prado y el Conservatorio de Música de Madrid).
Sin embargo, la imagen transmitida por sus contemporáneos es la de un hombre vulgar, sin grandeza. Quienes lo trataron lo han presentado como una persona de carácter débil, influenciable, hipócrita, desconfiado, tímido, cobarde, e incapaz de sentir afecto hacia los demás. Fue un hombre muy consciente de su elevada condición, preocupado por su imagen pública, además de terco y autoritario. Mesonero Romanos dijo de él que no careció de sagacidad interesada y traviesa para servirse de los hombres de la más diversa condición.
Su papel en la corte fue insignificante hasta su matrimonio con María Antonia de Nápoles en 1802. Influido por su esposa comenzó a interesarse por la política; todo lo hizo mediante intrigas, con el auxilio de un grupo de aristócratas y el canónigo Escóiquiz, grupo que podríamos denominar «facción» o «partido fernandino». El móvil principal fue impedir que Godoy obstaculizara su acceso al trono, poner fin a al reformismo de raíz ilustrada de los últimos años del reinado de Carlos IV, incrementar el peso de la aristocracia en el gobierno, y satisfacer las aspiraciones del clero.
Aprovechando las serias dificultades económicas por las que pasaba España a principios del siglo XIX y la fuerte presión diplomática de Napoleón que, amparado en el Tratado de 1796, comprometió a Carlos IV en la guerra contra Inglaterra, su facción lanzó una ofensiva contra Godoy, basada en una campaña propagandística costeada por el propio Fernando, que alcanzó a los soberanos y especialmente a la reina, cuya depravación sexual tenía por responsable de todas las desgracias del reino.
En 1807 los fernandinos dieron un paso al frente en su plan para acabar con Godoy y obtener al mismo tiempo el apoyo de Napoleón. Carlos IV fue alertado y ordenó el registro del cuarto del príncipe de Asturias. Se hallaron papeles que pusieron al descubierto la trama. Se abrió un proceso judicial, la «Causa de El Escorial», el príncipe confesó, y terminó con el perdón de Carlos IV a su hijo. Mal informada sobre lo que pasó, la población juzgó inverosímil la participación del príncipe de Asturias en una operación contra el rey, y todo lo redujo a una maniobra de Godoy para denigrar al «príncipe inocente». El fracaso de la conspiración se tornó de inmediato en un éxito del príncipe de Asturias.
Tras los sucesos de El Escorial, la posición de los fernandinos era inmejorable ante la opinión pública. Aprovecharon la ocasión que les brindaba el intento de trasladar la corte al sur de la Península, en previsión de acciones inesperadas de las tropas francesas que estaban entrando en España, para organizar el suceso conocido como el “Motín de Aranjuez”. El motín derrocó a Godoy y terminó con la abdicación de Carlos IV. Napoleón se presentó como árbitro pero con el fin de anexionarse el reino, e hizo acudir a Bayona a todos los miembros de la familia real. Obligó a Fernando VII a devolver la corona a Carlos IV, y a éste a abdicar en su persona. Napoleón consiguió la corona española con suma facilidad.
Fernando VII permaneció en Valençay desde mayo de 1808 hasta marzo de 1814 cuando termina la guerra de la Independencia. La conducta de Fernando durante este periodo fue de sumisión a Napoleón, y nada hizo por contactar con los españoles que luchaban en su nombre. En 1813 se produjo un giro inesperado. Napoleón tuvo necesidad de finalizar la guerra en España para disponer de sus tropas y negoció un tratado con Fernando VII. Para forzar a Fernando VII a asumirlo le prometió que le facilitaría su vuelta a España como monarca absoluto. El tratado de Valençay no fue ratificado por la regencia constitucional, el poder ejecutivo legalmente establecido en España, que no obstante autorizó el regreso de Fernando VII. Su regreso significó la victoria sobre Napoleón, volvía muy fortalecido: rey «legítimo» frente al «intruso» José Bonaparte; y sobre todo era el «príncipe inocente» que, sin ser responsable de los males de la patria, se había inmolado por ella sometido a un duro cautiverio.
Durante la ausencia del rey, las Cortes de Cádiz habían resuelto la crisis de la monarquía tradicional española mediante su transformación en monarquía constitucional, mediante la Constitución de 1812. Fernando VII y su entorno no aceptaron esta solución. La promesa que le hizo Napoleón en Valençay y la manifiesta antipatía del duque de Wellington —el hombre con mayor poder militar en España en ese momento— hacia la obra de las Cortes de Cádiz, le facilitaron el camino para derogar la Constitución, declarar nulas las decisiones de las Cortes y restaurar la monarquía absoluta, en 1814.
Fernando VII nunca acató la Constitución de 1812, ni aceptó un sistema representativo, cualquiera que fuera su carácter. No obstante, tras el pronunciamiento de Riego se vio obligado a acatarla, aunque inmediatamente alentó todo tipo de operaciones en su contra. La sensación de inseguridad personal, mezclada con un odio visceral a los liberales y al constitucionalismo, caracterizó el resto de su reinado. En 1823 volvió a derogar la Constitución, esta vez con la decisiva intervención militar de un ejército extranjero, los «Cien Mil Hijos de San Luis», acordada por las potencias europeas el año anterior en el Congreso de Verona.
Si bien no cabe hablar de victoria completa de los absolutistas en 1814 y en 1823, dio la impresión de que retornaba la monarquía absoluta tradicional, encarnada en un monarca dotado de plenos poderes, solamente limitados por la doctrina católica y las leyes tradicionales garantes de los privilegios de personas y territorios. El sistema político creado por Fernando VII se caracterizó por el ejercicio personal del poder regio, un acusado espíritu contrarrevolucionario, y la práctica sistemática de una dura política represiva.
Para salvar la vida o evitar la cárcel los liberales que pudieron se exilaron mayoritariamente a Francia e Inglaterra. El exilio político y los intentos de los liberales por levantar a la población española contra el absolutismo —que fracasaron—, constituirían los rasgos definitorios del reinado de este monarca. Otros no menos relevantes fueron la pérdida de América, salvo Cuba y Puerto Rico, y el retroceso internacional de España.
En 1826, acorralado por la doble oposición de liberales y ultra-realistas tuvo que ceder a una política reformista encaminada a modernizar la administración. Los ejecutores fueron individuos de talante ilustrado, firmes partidarios de la monarquía absoluta, los llamados «absolutistas moderados» o «pragmáticos», aunque lo más apropiado sería calificarlos como «fernandinos» por su fidelidad al rey (Martín de Garay, García de León Pizarro, Cea Bermúdez, el conde de Ofalia, López Ballesteros, y Javier de Burgos, entre otros). Las medidas —algunas apreciables— como la creación del Consejo de Ministros y del Ministerio de Fomento, la ley de minas, el código de Comercio, la fundación de la Bolsa de Madrid, etc., estuvieron encaminadas a garantizar la pervivencia del régimen fernandino. El reformismo de los moderados no tranquilizó al realismo extremista. En 1827 aprovechando el descontento campesino, de artesanos, clero y notables locales, visitó Cataluña —tras la revuelta de los Agraviats o Malcontents— Navarra, y el País Vasco. El recibimiento entusiasta de la población le confirmó su fidelidad. A su regreso a Madrid había recuperado gran parte de la popularidad perdida. Los realistas más moderados pensaron que se abrirían cauces a la participación, pero las líneas maestras de la política real no se movieron un ápice.
Uno de los grandes problemas de su reinado fue la sucesión. Sus tres primeras esposas no le dieron descendencia. De su cuarta esposa, su sobrina María Cristina de Borbón —con quien se casó en 1829— tuvo dos hijas, Isabel y Luisa Fernanda, pero ningún varón. Meses antes del nacimiento de la primera, que reinaría con el nombre de Isabel II, publicó una Pragmática Sanción (marzo de 1830) por la cual suprimía la ley sálica, vigente en España desde 1713, y restablecía el derecho sucesorio castellano, según el cual, en ausencia de varón por línea directa, podían reinar las mujeres de mejor línea y grado, sin quedar postergadas a los varones más remotos. En contra se manifestaron los ultrarrealistas partidarios de su hermano Carlos María Isidro, a favor, los absolutistas moderados y los liberales. Desde 1830 la política española transcurrió en un ambiente de acusada agitación, provocado por los llamados «carlistas» y los «isabelinos» o «cristinos».
Al margen de la cuestión sucesoria, los liberales siguieron con sus intentos de provocar el cambio político, amparados en el ambiente creado en Europa por los movimientos revolucionarios de 1830. Se ensayaron distintas acciones, todas fracasaron, y muchos de los comprometidos, ejecutados. Fueron muy sonados los casos de Mariana Pineda, y el general Torrijos.
Fernando VII falleció el 29 de septiembre de 1833. La reina María Cristina asumió la regencia durante la minoría de edad de su hija Isabel II.
Extracto de E. LA PARRA LÓPEZ, Diccionario biográfico español, Real Academia de la Historia, 2009-2013
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