Disparate de toritos / Lluvia de toros

  • 1815-1824
  • Aguafuerte, aguatinta y punta seca sobre papel japonés verjurado. Estampación con tinta de color negro
  • 28,2 x 38,9 cm
  • Cat. G_2357_13
  • Observaciones: Dimensiones de la huella: 24,5 x 35,6 cm
Por:
José Manuel Matilla Rodríguez

En 1877 la revista parisina L’Art publicó las cuatro estampas de los Disparates que, separadas del resto de la serie, habían permanecido inéditas. Estas cuatro estampas, a falta del conocimiento de las pruebas de taller en las que aparecía manuscrito un título, fueron tituladas por los editores Lluvia de toros [Disparate de toritos], Otras leyes para el pueblo [Disparate de bestia], ¡Qué guerrero! [Disparate conocido] y Una reina del circo [Disparate puntual]. L’Art era una revista de periodicidad semanal, en la que, además de artículos relacionados con el arte, se publicaban estampas realizadas al aguafuerte. Editada desde 1875, la revista se encuadra en el gusto por la bibliofilia existente en el París del momento, así como en la renovación del aguafuerte a cargo de pintores-grabadores que buscaban en esta técnica la vía para la creación de estampas originales, al margen del grabado académico de reproducción. Ambos hechos dieron lugar a obras de extraordinaria calidad, en las que se valoraba tanto la creación original como la bondad material de las estampas, y se cuidaba la elección de los papeles y las tintas. Todo ello, unido al gusto de los bibliófilos por lo exclusivo, hizo que, además de la edición corriente, que incluía cada una de las estampas con título y referencia de autorías, estampadas en tinta de color negro sobre papel verjurado de tono ahuesado, se realizasen, de cada uno de los números de la revista, cinco ejemplares, en los que, junto a la estampa con las características descritas anteriormente, se incluían tres variaciones realizadas a partir de cada cobre antes del grabado de la letra. Así, cada uno de estos cinco ejemplares contenía las siguientes estampas obtenidas a partir de un mismo cobre: la primera, sobre papel verjurado de tono ahuesado con tinta de color negro, incluyendo letra con autoría y título; la segunda, sobre papel avitelado con tinta de color siena natural; la tercera, también antes de la letra, sobre papel japonés verjurado con tinta de color negro; y, finalmente, la cuarta, también antes de la letra, sobre vitela con tinta de color negro. Mientras que las tres primeras estaban encuadernadas con escartivanas, la última, por su material de mayor nobleza, aparecía intercalada sin encuadernar entre las páginas del texto. Estas estampas deben valorarse, además de por ser obras de Goya, como producto y documento de la estética dominante en el último cuarto del siglo XIX, en unos tiempos en los que la «manipulación» de la obra de arte era perfectamente legítima y aportaba la visión que había en ese momento de la obra del artista. Caracteriza la edición una refinada impresión, en la que se ha cuidado al máximo el proceso de estampación: biseles limpios, elección de la tinta adecuada a cada papel, y búsqueda de aquellos papeles que permiten un mayor goce estético. De este modo, se combinan los tonos del papel y el color de la tinta, así como la mayor o menor limpieza de la lámina, buscando obtener una estampa de extraordinaria calidad. Además del papel verjurado, se escogieron papeles de excelente calidad, como el avitelado de J. Whatman Turkey Mill, habitualmente utilizado para la edición de lujo; el japonés verjurado, cuya delicada transparencia convierte la estampa en un objeto frágil y exquisito; y por último la vitela, soporte tradicionalmente asociado a la edición de lujo y que nos acerca a las estampas de los grandes maestros del Renacimiento y el Barroco. Puede resultar paradójico, pero estos divertimentos estéticos que «manipulan» la obra de Goya se aproximan más a lo que este buscó que la edición que realizó la Academia en 1864 con las dieciocho láminas restantes, pues se hizo un tipo de estampación próxima a la natural, retirando casi la totalidad de la tinta sobrante, y poniendo así de manifiesto el valor simbólico que para Goya tenía el blanco en las estampas, un valor que es posible rastrear en todas sus series anteriores.

La datación de los Disparates es controvertida, aunque sabemos con seguridad que Modo de volar es anterior a 1816, pues Goya regaló a su amigo Ceán Bermúdez un ejemplar de la Tauromaquia, que salió a la venta ese año, en el que incluyó esta estampa. Es posible, sin embargo, que continuase trabajando en estas obras, asombrosas por su tamaño y su expresiva deformación de las figuras, hasta su partida a Francia en 1824. Las planchas de cobre, junto con las de los Desastres de la guerra, quedaron en la Quinta del Sordo, adquirida por Goya en 1819, pero no es posible especificar cuándo se almacenaron allí.

Los Disparates nos van a mostrar, al igual que las Pinturas negras y algunas otras obras de estos años, las primeras manifestaciones del carácter verdaderamente moderno de Goya. Frente al Clasicismo, caracterizado por la adecuación a la norma y por el seguimiento e imitación de las reglas de la naturaleza, la Modernidad radica en el dominio del sujeto por encima de cualquier referencia externa, en el poder absoluto de su imaginación, libre de toda imitación, y en la subjetivización del pensamiento y el arte. La vertebración de la obra —de la serie, en este caso— es una constante propia del Clasicismo, a la que la Modernidad opondrá la ruptura con el propio concepto de secuencia, de principio y fin. De este modo, la ruptura con la lógica natural e imitativa de la naturaleza, y consecuentemente con su dispersión, en beneficio de lo subjetivo del propio artista, de lo que hay detrás de lo aparente, llevará a la pérdida de puntos de referencia denotativos. Se rompe así con la lógica de la comunicación imperante hasta entonces, ya que el espectador, a partir de este momento, se encontrará frente a unas imágenes para las que carece de código interpretativo estable o conocido. Y, así, las estampas que Goya nos ofrece, al estar inventadas sin referentes evidentes, carecen de una explicación única. Las explicaciones de estas imágenes de extraordinaria modernidad han sido muy variadas, desde la sátira de costumbres y de la sociedad en general, similar a la de los Caprichos, hasta el reflejo de la política del complejo tiempo de Fernando VII y de sus vaivenes, que alternaron el absolutismo y su feroz represión con breves períodos de mayor libertad y esperanza, en los que el rey llegó incluso a restablecer temporalmente la Constitución. Quizá haya que apuntar que estas imágenes muestran la España revuelta, ignorante y carnavalesca en la que el propio artista se encontraba sumergido; para Goya, no había otra salida que la partida hacia el exilio en Burdeos.

Tras el fallecimiento de Goya en 1828, las planchas de cobre de los Disparates pasaron a ser propiedad de sus herederos, y permanecieron en la familia hasta la muerte del hijo del artista, Francisco Javier, en mayo de 1854. Parece que dieciocho láminas fueron adquiridas por Román Garreta, y el 19 de julio de 1856 Jaime Machén Casalins las ofreció por primera vez al Estado español con destino a la Calcografía Nacional; finalmente, en octubre de 1862 fueron adquiridas por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, junto con las ochenta láminas de los Desastres de la guerra. Otras cuatro láminas –las que no figuran en la edición de la Academia de 1864 y que fueron publicadas por primera vez en 1877 en la revista francesa L’Art– se separaron del conjunto y pasaron a ser propiedad del pintor Eugenio Lucas, el cual intervino en la valoración de las Pinturas negras de la Quinta del Sordo en octubre de 1856; es muy posible que las recibiera en compensación del trabajo, o puede que, simplemente, optara por comprarlas. A la muerte de Lucas en 1870, los cuatro cobres fueron ofrecidos a la Academia, si bien la falta de acuerdo hizo que finalmente saliesen de España y fueran adquiridos por el comerciante francés Edmont Sagot. En fecha reciente, los cuatro cobres, que estaban en una colección particular parisina, pasaron a formar parte de las colecciones del Museo del Louvre.

José Manuel Matilla Rodríguez

 
Por:
Manuela Mena
Francisco de Goya y Lucientes
Fuendetodos (Zaragoza) 1746 - Burdeos (Francia) 1828

El nombre que figura en los documentos del bautismo del artista, Francisco Joseph Goya, cambió en 1783 cuando incluyó en su firma el «de» que antecedía al apellido y que consagró bajo el autorretrato de los Caprichos, publicados en enero de 1799, como «Francisco de Goya y Lucientes, Pintor». Estaba en el cenit de su carrera y de su ascenso social a los 53 años, a punto de ser nombrado por los reyes primer pintor de cámara en octubre de ese año, y había ansiado desde joven recuperar en los archivos de Zaragoza los títulos de hidalguía que nunca localizó. Su carrera y reconocimiento fueron lentos. A los 13 años Goya inició su carrera en el taller de José Luzán, pero pronto, en 1762, trató de obtener una ayuda de la Real Academia de San Fernando para jóvenes de provincias; al año siguiente se presentó al Premio de Pintura de primera clase, fracasando en sus pretensiones en dos ocasiones. Después de unos años en los que probablemente residió entre Madrid y Zaragoza, tal vez en el taller de Bayeu, decidió en 1769 emprender la aventura italiana por sus propios medios, aunque tampoco lograría el Premio de la Academia de Parma en el concurso de 1771. Regresó a Zaragoza, donde debía de contar con apoyos, porque pintó ese año el fresco de la bóveda del coreto en la basílica del Pilar. Se casó en 1773 con la hermana de Francisco Bayeu. Eso fue determinante para que en 1775 llegara a Madrid, invitado por su cuñado para colaborar en el proyecto de ejecución de los cartones para tapices para los Sitios Reales, que supuso su ascenso cortesano —lento en su caso— en los años siguientes.

En 1780, a los 32 años, Goya fue elegido académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando con la presentación del Cristo en la cruz (Museo del Prado, Madrid); al mismo tiempo, el cabildo del Pilar le encargó el fresco de la cúpula de Regina Martyrum. El favor de Floridablanca en los inicios del decenio de 1780 fue además decisivo, al pintar su retrato en 1783 y recibir el encargo de uno de los cuadros para San Francisco el Grande, así como seguramente la recomendación para servir al infante don Luis y a su familia en 1783 y 1784, además de su apoyo para el encargo de los retratos de los directores del Banco de San Carlos. En 1785 Goya era teniente director de Pintura de la Academia de San Fernando y en 1786 fue nombrado finalmente pintor del rey. Al año siguiente conseguiría el mecenazgo de los duques de Osuna y poco después el de los condes de Altamira. La subida al trono en 1789 de Carlos IV supuso el nombramiento de Goya como pintor de cámara a sus 43 años. No le quedaba ya más que uno de sus hijos, Javier, de cinco años, de los seis que había tenido, y seguía pintando cartones de tapices para el rey.

Sin embargo, ese decenio iba a suponer un cambio fundamental en la vida y la actitud de Goya hacia su arte, en lo que tal vez influyó la grave enfermedad de 1793 de la que quedó sordo. Fue entonces cuando comenzó sus obras independientes, como la serie de «diversiones nacionales» que presentó en la Academia en 1794, o las series de dibujos y las consiguientes estampas de los Caprichos. Paralelamente continuó con los encargos religiosos, llenos de novedades que nadie había ejecutado hasta entonces y que se consideran incluso más revolucionarios que los de otras escenas de género, como los lienzos de la Santa Cueva de Cádiz, en 1796, o el Prendimiento de Cristo en la sacristía de la catedral de Toledo en 1798, encargo del gran cardenal Lorenzana. Alcanzó, además, la fama gracias a sus retratos, desde los reyes hasta los representantes de la más alta aristocracia, como los duques de Alba, y los personajes más interesantes de la actualidad cultural, militar y política de esos años, como Jovellanos, Urrutia, Moratín y Godoy, que culminó en 1800 con la Condesa de Chinchón y la Familia de Carlos IV (Museo del Prado, Madrid), y otros que abrieron el camino de la modernidad, como su visión de la Venus como una modelo desnuda en las Majas (Museo del Prado, Madrid).

En el nuevo siglo, la vida del artista estuvo marcada, como la del resto de los españoles, por la guerra contra Napoleón, de la que él fue uno de los más impresionantes testigos, con una visión profundamente crítica por sus reflexiones sobre la violencia, plasmadas en los Desastres de la guerra o en los lienzos del 2 y 3 de mayo de 1808, en 1814 (Museo del Prado, Madrid). Los retratos ilustraron la nueva sociedad y a los patronos aristocráticos, como el de la Marquesa de santa Cruz, la Marquesa de Villafranca pintando a su marido, o el del X duque de Osuna de 1816 (Musée Bonnat, Bayona), a los que se unieron los de la nueva burguesía, como Teresa Sureda (National Gallery, Washington D. C.) o el de su propio hijo Javier y su mujer, Gumersinda Goicoechea (colección Noailles, Francia), y el de la actriz Antonia Zárate. Antes y después de la guerra, Goya continuó con sus series de dibujos y estampas como la Tauromaquia y los Disparates, fechables en los años de la abolición de la Constitución de 1812, que culminan con las Pinturas negras en los muros de su propia casa.

La represión de Fernando VII, de quien Goya consiguió uno de los retratos más reveladores del carácter de una persona, fue seguramente la razón por la que el artista marchó a Francia en 1824, después de la llegada a Madrid de los Cien mil hijos de San Luis en mayo de ese año. Tras su estancia en la capital de Francia en julio y agosto de 1824, donde visitó el Salón de París de ese año, se estableció definitivamente en Burdeos. Sus innovaciones en esos años finales fueron muchas, como el uso de la litografía para sus nuevas estampas de los Toros de Burdeos y las miniaturas sobre marfil, con temas que aparecen también en los dibujos de esos años y que ilustran la sociedad contemporánea uniéndola a recuerdos y vivencias con su obsesión permanente por llegar al fondo de la naturaleza humana.

Manuela Mena

 
«Francisco de Goya. Los Disparates», Fundación Pablo Ruiz Picasso (Málaga, 1999). «Goya», Gallerie Nazionali Barberini Corsini (Roma, 2000).