Colección
En este Bodegón destaca el carácter denso y pastoso de la materia pictórica, en una composición dominada por un cromatismo terroso, ocre y dorado, con algunos toques grises y verdosos, del que emergen las figuras: algunas frutas, como una pera situada en el eje central inferior del lienzo, o como las que forman el contenido de un frutero o plato transparente ubicado a la izquierda, apenas insinuado mediante pinceladas que dibujan su borde semicircular. A la derecha de la pera del centro parecen adivinarse los contornos claros de la silueta desvanecida de una copa. En la esquina superior derecha se percibe otro recipiente cuyo contenido no queda del todo definido. Junto a él, en la franja superior se disponen otras formas: quizá se trate de más frutas, acompañadas de lo que podría ser descifrado como una botella, u otro objeto de cristal, del que solo asoma un fragmento, ya que ha sido cortado por la línea superior del lienzo. Dos formas ovaladas, trazadas de modo enérgico, atraviesan el espacio central de lienzo. Su identidad resulta aún si cabe más enigmática: cabría leer una de ellas como la figura de un plátano, pero el carácter levemente descriptivo que tiene en su extremo derecho va perdiendo definición en su prolongación hacia la izquierda, casi desmintiendo esa certeza, si es que no transmuta esa fruta en otra cosa; y permitiendo, simultáneamente, dotar de un carácter transparente, y por tanto cristalino, al recipiente que se encuentra en ese lado.
La dificultad que entraña el pleno reconocimiento de estas figuras, sumada al hecho de que emergen de una superficie plana, responde a una decidida voluntad pictórica. En este óleo cabe así percibir un procedimiento por el que Pancho Cossío se había decantado ya en su estancia parisina en los años veinte del siglo pasado: su resultado es una indecisión deliberada entre la opción por describir los objetos y la de conceder el protagonismo a los elementos puramente pictóricos. De ahí que las figuras solo aparezcan sugeridas, mientras que los toques de pincel y de espátula, su densidad y su trazado, los juegos de texturas, veladuras y transparencias, se apoderan del lienzo. En la última década de su vida, el momento en el que se pinta este bodegón, Cossío se sitúa por momentos al borde de la abstracción, sin renunciar a los referentes reales a los que aluden estas figuras simplificadas, que, sin embargo, presumen de un carácter fluctuante, mezclándose con el espacio pictórico.
La composición es así extremadamente arriesgada, con algunos objetos recortados y la ausencia de profundidad espacial. Por su parte, la gama de colores terrosos es una seña de identidad de la pintura de Cossío, como lo es la fina lluvia de pequeños puntos blancos situados sobre algunas de las partes más oscuras del lienzo.
Pancho Cossío pinta este lienzo en un momento de su trayectoria en el que ya se ha consolidado como uno de los más destacados representantes del «arte nuevo» español. Veterano representante de la «figuración lírica» y la Escuela de París, en la década de los sesenta, tal y como se puede apreciar en esta obra, hace gala de una atrevida libertad creativa. También se palpa en este cuadro su intempestivo interés por la «cocina de la pintura», materializado en el uso meticuloso de técnicas pictóricas tradicionales, que le condujo a la elaboración artesana de sus propios colores, decisiva para imprimir a su pintura ese cariz untuoso tan característico de su lenguaje.
Cossío frecuentó la naturaleza muerta, el género por excelencia de la pintura moderna, a lo largo de toda su carrera artística. La Colección Banco de España posee otro bodegón de este autor, Naturaleza muerta con as de trébol, de una fecha cercana, 1955. Juan Antonio Gaya Nuño, en una conferencia sobre el autor, «Pancho Cossío y la tradición pictórica», fechada precisamente en 1955 escribió que el pintor continuaba esa misma historia de limpieza y orden de las «naturalezas tranquilas» de la tradición española, virtudes que, sin embargo, eran propias también del cubismo, «y es lógico que ande bien provisto de ellas un postcubista». Señaló, asimismo, otro de los rasgos presentes en los dos bodegones de esta colección: su gusto por la organización ovoidea y la línea curva, que nos permite sumergirnos en un mundo esférico, de redondeces, como un «barco en riesgo, como una ola levantada, como una nube demasiado baja y peligrosa».
Pancho Cossío está considerado como uno de los grandes artistas que podrían servir de enlace entre la vanguardia y la posguerra española junto a Benjamín Palencia y Vázquez Díaz, con gran repercusión en Italia, Estados Unidos y España. Hacia el final de su carrera, consiguió liberarse del yugo fascista para volar libremente por la senda de una obra articulada con materiales y texturas que el artista sabe aplicar para la consecución de sus fines plásticos. Fue en esta época cuando, a través de gouaches, areniscos y collages de tonos más bien fantasmales, silenciosos e introspectivos, el artista se sumergió en el uso de colores claros y refulgentes elaborados a base de moler y cocinar sus tierras como lo hacían los pintores del siglo XVII.
Pintado por Cossío en 1962, este bodegón forma parte de la serie de areniscos a los que nos hemos referido y a la que el pintor se consagra hacia el final de su carrera. Se trata de una obra esencial e intuitiva en la que, más que mostrar los elementos de la composición, permite que estos emanen de un fondo sin acotar y sobre el que parecen gravitar los frutos y objetos que lo configuran.
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