Bodegón

Bodegón

  • 1962
  • Óleo sobre lienzo
  • 46,2 x 55,1 cm
  • Cat. P_454
  • Adquirida en 1990
Por:

En este Bodegón destaca el carácter denso y pastoso de la materia pictórica, en una composición dominada por un cromatismo terroso, ocre y dorado, con algunos toques grises y verdosos, del que emergen las figuras: algunas frutas, como una pera situada en el eje central inferior del lienzo, o como las que forman el contenido de un frutero o plato transparente ubicado a la izquierda, apenas insinuado mediante pinceladas que dibujan su borde semicircular. A la derecha de la pera del centro parecen adivinarse los contornos claros de la silueta desvanecida de una copa. En la esquina superior derecha se percibe otro recipiente cuyo contenido no queda del todo definido. Junto a él, en la franja superior se disponen otras formas: quizá se trate de más frutas, acompañadas de lo que podría ser descifrado como una botella, u otro objeto de cristal, del que solo asoma un fragmento, ya que ha sido cortado por la línea superior del lienzo. Dos formas ovaladas, trazadas de modo enérgico, atraviesan el espacio central de lienzo. Su identidad resulta aún si cabe más enigmática: cabría leer una de ellas como la figura de un plátano, pero el carácter levemente descriptivo que tiene en su extremo derecho va perdiendo definición en su prolongación hacia la izquierda, casi desmintiendo esa certeza, si es que no transmuta esa fruta en otra cosa; y permitiendo, simultáneamente, dotar de un carácter transparente, y por tanto cristalino, al recipiente que se encuentra en ese lado.

La dificultad que entraña el pleno reconocimiento de estas figuras, sumada al hecho de que emergen de una superficie plana, responde a una decidida voluntad pictórica. En este óleo cabe así percibir un procedimiento por el que Pancho Cossío se había decantado ya en su estancia parisina en los años veinte del siglo pasado: su resultado es una indecisión deliberada entre la opción por describir los objetos y la de conceder el protagonismo a los elementos puramente pictóricos. De ahí que las figuras solo aparezcan sugeridas, mientras que los toques de pincel y de espátula, su densidad y su trazado, los juegos de texturas, veladuras y transparencias, se apoderan del lienzo. En la última década de su vida, el momento en el que se pinta este bodegón, Cossío se sitúa por momentos al borde de la abstracción, sin renunciar a los referentes reales a los que aluden estas figuras simplificadas, que, sin embargo, presumen de un carácter fluctuante, mezclándose con el espacio pictórico.

La composición es así extremadamente arriesgada, con algunos objetos recortados y la ausencia de profundidad espacial. Por su parte, la gama de colores terrosos es una seña de identidad de la pintura de Cossío, como lo es la fina lluvia de pequeños puntos blancos situados sobre algunas de las partes más oscuras del lienzo.

Pancho Cossío pinta este lienzo en un momento de su trayectoria en el que ya se ha consolidado como uno de los más destacados representantes del «arte nuevo» español. Veterano representante de la «figuración lírica» y la Escuela de París, en la década de los sesenta, tal y como se puede apreciar en esta obra, hace gala de una atrevida libertad creativa. También se palpa en este cuadro su intempestivo interés por la «cocina de la pintura», materializado en el uso meticuloso de técnicas pictóricas tradicionales, que le condujo a la elaboración artesana de sus propios colores, decisiva para imprimir a su pintura ese cariz untuoso tan característico de su lenguaje.

Cossío frecuentó la naturaleza muerta, el género por excelencia de la pintura moderna, a lo largo de toda su carrera artística. La Colección Banco de España posee otro bodegón de este autor, Naturaleza muerta con as de trébol, de una fecha cercana, 1955. Juan Antonio Gaya Nuño, en una conferencia sobre el autor, «Pancho Cossío y la tradición pictórica», fechada precisamente en 1955 escribió que el pintor continuaba esa misma historia de limpieza y orden de las «naturalezas tranquilas» de la tradición española, virtudes que, sin embargo, eran propias también del cubismo, «y es lógico que ande bien provisto de ellas un postcubista». Señaló, asimismo, otro de los rasgos presentes en los dos bodegones de esta colección: su gusto por la organización ovoidea y la línea curva, que nos permite sumergirnos en un mundo esférico, de redondeces, como un «barco en riesgo, como una ola levantada, como una nube demasiado baja y peligrosa».

Maite Méndez Baiges

Pancho Cossío está considerado como uno de los grandes artistas que podrían servir de enlace entre la vanguardia y la posguerra española junto a Benjamín Palencia y Vázquez Díaz, con gran repercusión en Italia, Estados Unidos y España. Hacia el final de su carrera, consiguió liberarse del yugo fascista para volar libremente por la senda de una obra articulada con materiales y texturas que el artista sabe aplicar para la consecución de sus fines plásticos. Fue en esta época cuando, a través de gouaches, areniscos y collages de tonos más bien fantasmales, silenciosos e introspectivos, el artista se sumergió en el uso de colores claros y refulgentes elaborados a base de moler y cocinar sus tierras como lo hacían los pintores del siglo XVII.

Pintado por Cossío en 1962, este bodegón forma parte de la serie de areniscos a los que nos hemos referido y a la que el pintor se consagra hacia el final de su carrera. Se trata de una obra esencial e intuitiva en la que, más que mostrar los elementos de la composición, permite que estos emanen de un fondo sin acotar y sobre el que parecen gravitar los frutos y objetos que lo configuran.

Frederic Montornés

 
Por:
Maite Méndez Baiges
Pancho Cossío
Pinar del Río (Cuba) 1894 - Alacant/Alicante 1970

Es uno de los más destacados exponentes de la primera generación del arte nuevo español. Nació en 1894 en Pinar del Río, Cuba, en una familia de origen montañés que regresó a Cantabria en 1898, tras la independencia de la isla. En 1911 es discípulo de Francisco Rivero en Santander y a partir de 1914 estudia en Madrid bajo la tutela de Cecilio Pla y Gallardo, en cuyas clases trabó amistad con el pintor Francisco Bores, con quien viajará a París. En una exposición en el Ateneo de Santander en 1922 presentó cuadros que suscitaron críticas muy sonadas por su voluntad de innovación. Al año siguiente se traslada a París, donde reside durante algo más de una década, participa con desnudos en el Salon des Indépendants y en el Salon d’Automne y forma parte del grupo de artistas españoles de la Escuela de París. En 1925 participó en la mítica exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos que se celebró en el Palacio del Retiro (Madrid), el acontecimiento clave de la renovación del arte español de la época. Por entonces publica ilustraciones en las revistas Alfar y Litoral. Entre 1925 y 1931 firma un contrato en exclusiva con la prestigiosa Galerie de France. En París cuenta con el apoyo decisivo de la revista Cahiers d’Art por medio de la cual Christian Zervos y Tériade intentan reorientar la plástica moderna para devolverle la energía y la vitalidad que habían tenido las vanguardias en el momento anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial. Las claves del periodo parisino de Cossío se cifran en una pintura en la que la figura parece diluirse en un magma pastoso y matérico cada vez más denso. En él abundan los bodegones con objetos de filiación cubista, las veladuras y los empastes aplicados a pincel o espátula. Cossío elabora una síntesis personal del cubismo avanzado y de los ecos del retorno al orden que sacudió los círculos artísticos parisinos durante las décadas de los veinte y los treinta. En su pintura, el trasfondo cubista se detecta sobre todo en el aglutinamiento de línea, color y materia, así como en la voluntad de partir de la pintura pura para introducir paulatinamente alusiones a la realidad exterior. Este procedimiento, que compartía con Francisco Bores, y que desemboca en ambos pintores en lo que ha recibido el nombre de figuración lírica, se vio reforzado muy probablemente por el referente que suponía el método de Juan Gris. Esta variante de reinterpretación del cubismo es una especie de sedimento que marcará ya toda su pintura.

En 1932, fecha de su regreso a España, abandonó prácticamente la pintura por la política y el deporte, afiliándose a las JONS. Regresa a la práctica artística diez años más tarde con un retrato de su madre, aunque su obra nunca se podrá encuadrar en la categoría de emblema estético del nuevo régimen. A partir de los años cuarenta sigue cultivando sus géneros habituales: el bodegón, el retrato y las marinas, basculando entre espíritu innovador, a pesar de que los aires estéticos y políticos del momento no soplaran precisamente a favor de la modernidad, y su aprecio por la tradición. Ejecuta también dos monumentales pinturas religiosas en la iglesia de los carmelitas en Madrid. En esta última parte de su trayectoria artística, fabrica manualmente los colores, poniendo un especial cuidado en la propia «cocina de la pintura» mediante procedimientos tradicionales.

La antológica de su obra en 1950 en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid supone su plena consagración. En los años inmediatamente posteriores participa en la I Bienal Hispanoamericana de Arte (1951), representa a España en la Bienal de Venecia (1952) y expone sus obras en Lisboa. En 1962 recibe la Medalla de Honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes. En la Feria Mundial de Nueva York de 1965 se le dedica una sala, así como en la Exposición Nacional del siguiente año. Muere en Alicante en 1970.

Maite Méndez Baiges

 
 
VV. AA. Colección Banco de España. Catálogo razonado, Madrid, Banco de España, 2019, vol. 1. VV. AA. Flores y frutos. Colección Banco de España, Madrid, Banco de España, 2022.