No es fácil calificar a un personaje como Josep Maria Sert, y tampoco a su pintura. Excesivo, mundano, enérgico, Sert es uno de esos artistas excepcionales que ni la historia ni la crítica consiguen precisar. Gran maestro de la pintura decorativa en el momento en que este arte inicia su declive, fue uno de los catalanes más universales de su tiempo gracias a su gran talento creador y a un extraordinario don de gentes. Su fuerte personalidad, el aplomo con el que dirigió su carrera, su estilo grandilocuente, alejado de las vanguardias, sus numerosos proyectos no artísticos —como su implicación en la evacuación de las obras del Prado durante la guerra— y sus amistades con magnates y políticos, así como la intensidad de su vida, llena de contradicciones, levantan aún hoy opiniones encontradas y a menudo apasionadas. Se casó dos veces con dos mujeres tan singulares como él, Misia Godebska (1872-1950) y Roussy Mdivani (1906-1938), y fue íntimo de grandes personalidades de su tiempo como Pablo Picasso, Mlle Chanel o Igor Stravinsky. Se codeó con las mayores fortunas del momento, cuyas casas decoró respondiendo con éxito a sus exigencias estéticas. Es, en suma, uno de los personajes más interesantes de la primera mitad del siglo XX y, sin duda alguna, el mayor pintor decorador del período.
La carrera de Sert comenzó tarde. No conocemos obras de sus años de juventud en su Barcelona natal, aunque sí sabemos que se formó como artista probablemente para integrar la boyante empresa familiar de tejidos. De esta filiación provenga tal vez su falta de complejos a la hora de reunir arte y negocio. Como muchos de su generación, fue alumno de Pere Borrell y de Alexandre de Riquer. Frecuentó ambientes artísticos tan dispares como el círculo de Saint Lluc o la barra de Els Quatre Gats, y en 1899, tras morir sus padres, se mudó a París para intentar una carrera como artista. Gracias a su origen de gran burgués y a sus contactos barceloneses se integró rápidamente en los ambientes del simbolismo musical parisino, en los que conoció a figuras tan emblemáticas del momento como Paul-Albert Besnard, Auguste Rodin o Edgar Degas, o a jóvenes artistas emergentes como Maurice Denis o Claude Debussy. No sorprende, pues, que llegado el momento de definirse artísticamente Sert se decantara por un arte decorativo y monumental, para el que sin duda tenía grandes cualidades y en el que la crítica le auguraba un gran futuro.
Su oportunidad le llegó en 1900, cuando el obispo de Vich, Josep Torras i Bages, le ofreció la posibilidad de decorar la catedral de su diócesis. Esta obra, para la que Sert acabó realizando tres proyectos distintos, se convirtió en el eje central de su carrera debido a sus inusuales características y a sus múltiples avatares. Si los encargos privados construyeron su reputación entre la elite cosmopolita de París y la de la costa este de Estados Unidos, la fama mundial que consiguió con la hazaña de la decoración de la catedral de Vich le abrirá las puertas del encargo público internacional. Con el encargo de Vich se vio obligado a tomar decisiones en su incipiente carrera y a organizar su trabajo según el sistema del taller, es decir, con ayudantes y una producción de la obra por etapas. Nada raro ni desacostumbrado, por otra parte, frente a semejante encargo.
El Salón de Otoño de 1907, donde Sert expone por primera vez sus pinturas, y su encuentro pocos meses más tarde con Misia, figura legendaria de la vida artística parisina, lo sacaron del anonimato y lo convirtieron en un artista en alza en los medios parisinos más aristocráticos, proporcionándole multitud de encargos. Desde el inicio de su carrera, Sert hizo gala de una libertad creadora sorprendente y singular en un género como la pintura decorativa, ligado al encargo y sometido a las imposiciones de la arquitectura. Supo jugar con la percepción, se apropió y transformó el espacio que decoró, y engañó al espectador con escenas aparentemente reales pero de tanta profusión y artificio que el ojo no consigue abarcar en su totalidad. La influencia italiana y los temas mitológicos tan presentes en sus primeras obras se diluyeron con el paso de la Gran Guerra en favor de un estilo pletórico, de colores vivos y dorados intensos, plagado de elementos exóticos y de carácter orientalizante, como los elefantes o las palmeras. Sert demuestra tener una capacidad innata para mirar, seleccionar y catalogar toda clase de motivos, gestos y formas de cualquier índole, que aparecen reunidos de manera disparatada en sus telas. La autocitación y repetición de todo este catálogo tiene mucho que ver con el papel crucial que adquirió la fotografía en esta búsqueda obsesiva del motivo. Sert viajaba mucho, siempre con la cámara en mano, registrando escenas de todo tipo que alimentaban su inspiración y constituían ese catálogo infinito que no cesó de reciclar de obra en obra a lo largo de los años. Es, sin embargo, en el taller donde la fotografía se inserta de manera definitiva en su proceso creativo. Allí dispone de manera muy teatral, primero con modelos y más tarde con figuritas de belén y muñecos, escenas que reproducen lo que dibuja e imagina. El pintor trabaja cada gesto y cada forma bajo el prisma de la fotografía, estudia la luz y sus sombras, la perspectiva y el encuadre de sus composiciones, que muchas veces instala en plataformas y estrados.
La década de 1920 está marcada por éxitos y cambios. Sert extendió su fama a Estados Unidos, donde expuso por primera vez en 1924 en la Galerie Wildenstein. Su encuentro al año siguiente con la joven Roussy Mdivani provocó un vuelco en su vida, y tras unos años de habladurías en los que el trío parecía funcionar, el pintor terminó por abandonar a Misia. La aparente bohemia que compartía con su primera mujer se transformó en un glamur elegante y refinado que la pareja exhibía en sus numerosos viajes a la costa este norteamericana, donde los hermanos de Roussy, conocidos como los «Marrying Mdivani», se movían con agilidad. A Roussy le gustaba el mar. El matrimonio realizó largos cruceros por el Mediterráneo a bordo de su barco y adquirió una casa en la costa catalana, el Mas Juny, que se convertirá en los años treinta en punto de encuentro estival de su extenso y variopinto círculo de amistades, donde se maduran proyectos y se negocian contratos. Es curioso, no obstante, que a pesar de estos veraneos, el Mediterráneo que, junto con Oriente y España, inspiró muchas de sus obras anteriores, prácticamente desaparezca de su repertorio precisamente a lo largo de esta década de 1930. Para Sert existe una relación clara entre el temperamento y las formas, y por ello enlaza el Barroco con el Mediterráneo. Es, pues, el carácter barroco del Mediterráneo lo que lo atrae e inspira, y quizá por eso decide recurrir de nuevo a él cuando en 1934 tiene que decorar el palacete que su cuñado Alexis se compra en Venecia, y realiza Fantasía mediterránea. Esta obra ahonda aún más en este sentimiento, al superponer el tema «mediterráneo» con el de «oriente», en referencia tal vez a la ciudad que acoge sus pinturas o a las raíces orientales de su cliente. Sea como fuere, al confundir de esta manera ambos temas, Sert demuestra de nuevo conocer muy bien las expectativas de su clientela, pues no hace más que recurrir de manera brillante a una serie de clichés extendidos en el imaginario colectivo para crear una atmósfera de fantasía que propicie la diversión en un salón de baile.
Por su parte, el proyecto de Vich, abandonado por desacuerdos sobre su financiación desde la muerte en 1916 del obispo Torras, recibió de Francesc Cambó el apoyo económico necesario para su realización: el conjunto —segundo de la serie— quedó instalado casi en su totalidad en 1929. Este triunfo, aplaudido y muy celebrado por la prensa, atrajo por fin el encargo público. En los años siguientes, Sert realizó las pinturas de dos de los edificios más representativos del orden político, económico y artístico del período: el Palacio de las Naciones en Ginebra (1935), la sede de la Sociedad de las Naciones, creada para velar por la paz mundial, y el hall del RCA (1933-1940), el edificio art déco más conocido del complejo construido en Manhattan en plena crisis bursátil por John D. Rockefeller; la ocasión para Sert de expresarse públicamente sobre el lugar que ocupa la pintura decorativa en la modernidad y la cristalización de un lenguaje de formas masivas e imponentes, cercanas a la escultura, en consonancia con la escala de los espacios que decoraba.
El tono triunfalista y de celebración de ambos conjuntos se apagó, sin embargo, rápidamente con el estallido de las guerras española y mundial. El 21 de julio de 1936 un grupo de milicianos arrasó y quemó la catedral de Vich con sus pinturas. Este ataque no es casual. La ciudad y su catedral —cuya decoración había sido financiada por el líder de un partido catalanista, burgués y conservador— simbolizaban el poder y la influencia de la burguesía catalana a ojos de las fuerzas revolucionarias. En Madrid un ataque similar dañó las pinturas que el pintor había realizado para el duque de Alba en 1931. Sert vivió con dolor estas pérdidas, aunque no se posicionó del lado nacional hasta bien avanzada la guerra. El fallecimiento de Roussy en 1938, enferma desde la muerte de su hermano Alexis en 1935, es otra desgracia más que se abate sobre él en sus últimos años.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y París ocupado, el pintor vio muy reducida su actividad. Los últimos años los dedicó a proyectos españoles, y principalmente a realizar, bajo la mirada del régimen, una nueva decoración para la catedral de Vich, inaugurada parcialmente de nuevo en octubre de 1945. Apenas unas semanas después, Sert murió en una clínica barcelonesa. Su entierro, multitudinario, se celebró en la catedral. La ciudad de Vich, emocionada, le homenajeó cerrando los comercios y cubriendo sus balcones de crespones negros.
No es fácil calificar a un personaje como Josep Maria Sert, y tampoco a su pintura. Excesivo, mundano, enérgico, Sert es uno de esos artistas excepcionales que ni la historia ni la crítica consiguen precisar. Gran maestro de la pintura decorativa en el momento en que este arte inicia su declive, fue uno de los catalanes más universales de su tiempo gracias a su gran talento creador y a un extraordinario don de gentes. Su fuerte personalidad, el aplomo con el que dirigió su carrera, su estilo grandilocuente, alejado de las vanguardias, sus numerosos proyectos no artísticos —como su implicación en la evacuación de las obras del Prado durante la guerra— y sus amistades con magnates y políticos, así como la intensidad de su vida, llena de contradicciones, levantan aún hoy opiniones encontradas y a menudo apasionadas. Se casó dos veces con dos mujeres tan singulares como él, Misia Godebska (1872-1950) y Roussy Mdivani (1906-1938), y fue íntimo de grandes personalidades de su tiempo como Pablo Picasso, Mlle Chanel o Igor Stravinsky. Se codeó con las mayores fortunas del momento, cuyas casas decoró respondiendo con éxito a sus exigencias estéticas. Es, en suma, uno de los personajes más interesantes de la primera mitad del siglo XX y, sin duda alguna, el mayor pintor decorador del período.
La carrera de Sert comenzó tarde. No conocemos obras de sus años de juventud en su Barcelona natal, aunque sí sabemos que se formó como artista probablemente para integrar la boyante empresa familiar de tejidos. De esta filiación provenga tal vez su falta de complejos a la hora de reunir arte y negocio. Como muchos de su generación, fue alumno de Pere Borrell y de Alexandre de Riquer. Frecuentó ambientes artísticos tan dispares como el círculo de Saint Lluc o la barra de Els Quatre Gats, y en 1899, tras morir sus padres, se mudó a París para intentar una carrera como artista. Gracias a su origen de gran burgués y a sus contactos barceloneses se integró rápidamente en los ambientes del simbolismo musical parisino, en los que conoció a figuras tan emblemáticas del momento como Paul-Albert Besnard, Auguste Rodin o Edgar Degas, o a jóvenes artistas emergentes como Maurice Denis o Claude Debussy. No sorprende, pues, que llegado el momento de definirse artísticamente Sert se decantara por un arte decorativo y monumental, para el que sin duda tenía grandes cualidades y en el que la crítica le auguraba un gran futuro.
Su oportunidad le llegó en 1900, cuando el obispo de Vich, Josep Torras i Bages, le ofreció la posibilidad de decorar la catedral de su diócesis. Esta obra, para la que Sert acabó realizando tres proyectos distintos, se convirtió en el eje central de su carrera debido a sus inusuales características y a sus múltiples avatares. Si los encargos privados construyeron su reputación entre la elite cosmopolita de París y la de la costa este de Estados Unidos, la fama mundial que consiguió con la hazaña de la decoración de la catedral de Vich le abrirá las puertas del encargo público internacional. Con el encargo de Vich se vio obligado a tomar decisiones en su incipiente carrera y a organizar su trabajo según el sistema del taller, es decir, con ayudantes y una producción de la obra por etapas. Nada raro ni desacostumbrado, por otra parte, frente a semejante encargo.
El Salón de Otoño de 1907, donde Sert expone por primera vez sus pinturas, y su encuentro pocos meses más tarde con Misia, figura legendaria de la vida artística parisina, lo sacaron del anonimato y lo convirtieron en un artista en alza en los medios parisinos más aristocráticos, proporcionándole multitud de encargos. Desde el inicio de su carrera, Sert hizo gala de una libertad creadora sorprendente y singular en un género como la pintura decorativa, ligado al encargo y sometido a las imposiciones de la arquitectura. Supo jugar con la percepción, se apropió y transformó el espacio que decoró, y engañó al espectador con escenas aparentemente reales pero de tanta profusión y artificio que el ojo no consigue abarcar en su totalidad. La influencia italiana y los temas mitológicos tan presentes en sus primeras obras se diluyeron con el paso de la Gran Guerra en favor de un estilo pletórico, de colores vivos y dorados intensos, plagado de elementos exóticos y de carácter orientalizante, como los elefantes o las palmeras. Sert demuestra tener una capacidad innata para mirar, seleccionar y catalogar toda clase de motivos, gestos y formas de cualquier índole, que aparecen reunidos de manera disparatada en sus telas. La autocitación y repetición de todo este catálogo tiene mucho que ver con el papel crucial que adquirió la fotografía en esta búsqueda obsesiva del motivo. Sert viajaba mucho, siempre con la cámara en mano, registrando escenas de todo tipo que alimentaban su inspiración y constituían ese catálogo infinito que no cesó de reciclar de obra en obra a lo largo de los años. Es, sin embargo, en el taller donde la fotografía se inserta de manera definitiva en su proceso creativo. Allí dispone de manera muy teatral, primero con modelos y más tarde con figuritas de belén y muñecos, escenas que reproducen lo que dibuja e imagina. El pintor trabaja cada gesto y cada forma bajo el prisma de la fotografía, estudia la luz y sus sombras, la perspectiva y el encuadre de sus composiciones, que muchas veces instala en plataformas y estrados.
La década de 1920 está marcada por éxitos y cambios. Sert extendió su fama a Estados Unidos, donde expuso por primera vez en 1924 en la Galerie Wildenstein. Su encuentro al año siguiente con la joven Roussy Mdivani provocó un vuelco en su vida, y tras unos años de habladurías en los que el trío parecía funcionar, el pintor terminó por abandonar a Misia. La aparente bohemia que compartía con su primera mujer se transformó en un glamur elegante y refinado que la pareja exhibía en sus numerosos viajes a la costa este norteamericana, donde los hermanos de Roussy, conocidos como los «Marrying Mdivani», se movían con agilidad. A Roussy le gustaba el mar. El matrimonio realizó largos cruceros por el Mediterráneo a bordo de su barco y adquirió una casa en la costa catalana, el Mas Juny, que se convertirá en los años treinta en punto de encuentro estival de su extenso y variopinto círculo de amistades, donde se maduran proyectos y se negocian contratos. Es curioso, no obstante, que a pesar de estos veraneos, el Mediterráneo que, junto con Oriente y España, inspiró muchas de sus obras anteriores, prácticamente desaparezca de su repertorio precisamente a lo largo de esta década de 1930. Para Sert existe una relación clara entre el temperamento y las formas, y por ello enlaza el Barroco con el Mediterráneo. Es, pues, el carácter barroco del Mediterráneo lo que lo atrae e inspira, y quizá por eso decide recurrir de nuevo a él cuando en 1934 tiene que decorar el palacete que su cuñado Alexis se compra en Venecia, y realiza Fantasía mediterránea. Esta obra ahonda aún más en este sentimiento, al superponer el tema «mediterráneo» con el de «oriente», en referencia tal vez a la ciudad que acoge sus pinturas o a las raíces orientales de su cliente. Sea como fuere, al confundir de esta manera ambos temas, Sert demuestra de nuevo conocer muy bien las expectativas de su clientela, pues no hace más que recurrir de manera brillante a una serie de clichés extendidos en el imaginario colectivo para crear una atmósfera de fantasía que propicie la diversión en un salón de baile.
Por su parte, el proyecto de Vich, abandonado por desacuerdos sobre su financiación desde la muerte en 1916 del obispo Torras, recibió de Francesc Cambó el apoyo económico necesario para su realización: el conjunto —segundo de la serie— quedó instalado casi en su totalidad en 1929. Este triunfo, aplaudido y muy celebrado por la prensa, atrajo por fin el encargo público. En los años siguientes, Sert realizó las pinturas de dos de los edificios más representativos del orden político, económico y artístico del período: el Palacio de las Naciones en Ginebra (1935), la sede de la Sociedad de las Naciones, creada para velar por la paz mundial, y el hall del RCA (1933-1940), el edificio art déco más conocido del complejo construido en Manhattan en plena crisis bursátil por John D. Rockefeller; la ocasión para Sert de expresarse públicamente sobre el lugar que ocupa la pintura decorativa en la modernidad y la cristalización de un lenguaje de formas masivas e imponentes, cercanas a la escultura, en consonancia con la escala de los espacios que decoraba.
El tono triunfalista y de celebración de ambos conjuntos se apagó, sin embargo, rápidamente con el estallido de las guerras española y mundial. El 21 de julio de 1936 un grupo de milicianos arrasó y quemó la catedral de Vich con sus pinturas. Este ataque no es casual. La ciudad y su catedral —cuya decoración había sido financiada por el líder de un partido catalanista, burgués y conservador— simbolizaban el poder y la influencia de la burguesía catalana a ojos de las fuerzas revolucionarias. En Madrid un ataque similar dañó las pinturas que el pintor había realizado para el duque de Alba en 1931. Sert vivió con dolor estas pérdidas, aunque no se posicionó del lado nacional hasta bien avanzada la guerra. El fallecimiento de Roussy en 1938, enferma desde la muerte de su hermano Alexis en 1935, es otra desgracia más que se abate sobre él en sus últimos años.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y París ocupado, el pintor vio muy reducida su actividad. Los últimos años los dedicó a proyectos españoles, y principalmente a realizar, bajo la mirada del régimen, una nueva decoración para la catedral de Vich, inaugurada parcialmente de nuevo en octubre de 1945. Apenas unas semanas después, Sert murió en una clínica barcelonesa. Su entierro, multitudinario, se celebró en la catedral. La ciudad de Vich, emocionada, le homenajeó cerrando los comercios y cubriendo sus balcones de crespones negros.