Sus orígenes artísticos se relacionan con la Real Escuela de Tres Nobles Artes de Sevilla, en la que aparece matriculado desde 1802, y con el taller de su tío, el pintor Salvador Gutiérrez, uno de los mejores copistas de Murillo de Sevilla y quien inculcó en su sobrino el interés por este artista, que se convertiría en el referente fundamental tanto de su estilo como de parte de su temática. Tras una larga etapa de formación, en 1825 obtuvo la plaza de ayudante de pintura, e inició una importante carrera como retratista y pintor de escenas religiosas, que además de convertirlo en uno de los artistas más solicitados por la burguesía y la iglesia sevillanas, propició su traslado a otras ciudades de la península. Así, en 1829 viajó a Cádiz, donde trabó amistad con el cónsul inglés John Brackenbury, a cuya familia retrató.
Una vez de vuelta en Sevilla, trató de acercarse a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de Madrid. Tras regalar un cuadro de tema murillesco, en 1831 viajó a la capital con Antonio María Esquivel para optar al premio de primera clase de la Academia, que no consiguieron, pero en 1832 fueron nombrados académicos de mérito y se instalaron en la corte. Su cargo y sus dotes para la pintura de retratos le abrieron las puertas de importantes casas y del Palacio Real, de manera que sus obras constituyen una auténtica galería de los personajes más destacados de la vida social y oficial española del segundo tercio del siglo XIX. Entre sus retratados figuran los miembros de la familia real, como Isabel II, de quien hizo varios cuadros en diversas edades; María Cristina o la duquesa de Montpensier, a quienes encantaba verse reflejadas en el estilo dulce, hábil y halagador de Gutiérrez de la Vega. Sin embargo, nunca vio cumplidas sus aspiraciones de ser nombrado pintor de cámara.
Aunque afincado en Madrid, siguió manteniendo relaciones con Sevilla, adonde acudió en 1843 para tomar posesión del cargo de director de la Real Escuela de Tres Nobles Artes, del que dimitió en 1847 por la imposibilidad para ocuparse desde la corte de las obligaciones que conllevaba su empleo. A partir de entonces trabajó preferentemente en Madrid y continuó su carrera docente en la Academia de San Fernando. Participó activamente en la vida artística y literaria de la ciudad, lo que venía propiciado por el hecho de que en esa época se hizo más estrecha la comunidad de intereses entre escritores y pintores. Fue, de ese modo, miembro importante del Liceo Artístico y Literario, una de las instituciones de referencia del Romanticismo español.
Además de retratos —el género que cultivó más asiduamente—, Gutiérrez de la Vega realizó un destacado número de pinturas religiosas, campo en el que le ayudó a prosperar el hecho de que su estilo derivado de Murillo sintonizaba con el interés por la obra de este pintor que se estaba generalizando en Europa. De su catálogo forma parte también un conjunto de obras de carácter costumbrista, relacionadas principalmente con su etapa sevillana, y que son reflejo del acendrado gusto por estos temas que se fue formando en la ciudad durante el Romanticismo.
Sus orígenes artísticos se relacionan con la Real Escuela de Tres Nobles Artes de Sevilla, en la que aparece matriculado desde 1802, y con el taller de su tío, el pintor Salvador Gutiérrez, uno de los mejores copistas de Murillo de Sevilla y quien inculcó en su sobrino el interés por este artista, que se convertiría en el referente fundamental tanto de su estilo como de parte de su temática. Tras una larga etapa de formación, en 1825 obtuvo la plaza de ayudante de pintura, e inició una importante carrera como retratista y pintor de escenas religiosas, que además de convertirlo en uno de los artistas más solicitados por la burguesía y la iglesia sevillanas, propició su traslado a otras ciudades de la península. Así, en 1829 viajó a Cádiz, donde trabó amistad con el cónsul inglés John Brackenbury, a cuya familia retrató.
Una vez de vuelta en Sevilla, trató de acercarse a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de Madrid. Tras regalar un cuadro de tema murillesco, en 1831 viajó a la capital con Antonio María Esquivel para optar al premio de primera clase de la Academia, que no consiguieron, pero en 1832 fueron nombrados académicos de mérito y se instalaron en la corte. Su cargo y sus dotes para la pintura de retratos le abrieron las puertas de importantes casas y del Palacio Real, de manera que sus obras constituyen una auténtica galería de los personajes más destacados de la vida social y oficial española del segundo tercio del siglo XIX. Entre sus retratados figuran los miembros de la familia real, como Isabel II, de quien hizo varios cuadros en diversas edades; María Cristina o la duquesa de Montpensier, a quienes encantaba verse reflejadas en el estilo dulce, hábil y halagador de Gutiérrez de la Vega. Sin embargo, nunca vio cumplidas sus aspiraciones de ser nombrado pintor de cámara.
Aunque afincado en Madrid, siguió manteniendo relaciones con Sevilla, adonde acudió en 1843 para tomar posesión del cargo de director de la Real Escuela de Tres Nobles Artes, del que dimitió en 1847 por la imposibilidad para ocuparse desde la corte de las obligaciones que conllevaba su empleo. A partir de entonces trabajó preferentemente en Madrid y continuó su carrera docente en la Academia de San Fernando. Participó activamente en la vida artística y literaria de la ciudad, lo que venía propiciado por el hecho de que en esa época se hizo más estrecha la comunidad de intereses entre escritores y pintores. Fue, de ese modo, miembro importante del Liceo Artístico y Literario, una de las instituciones de referencia del Romanticismo español.
Además de retratos —el género que cultivó más asiduamente—, Gutiérrez de la Vega realizó un destacado número de pinturas religiosas, campo en el que le ayudó a prosperar el hecho de que su estilo derivado de Murillo sintonizaba con el interés por la obra de este pintor que se estaba generalizando en Europa. De su catálogo forma parte también un conjunto de obras de carácter costumbrista, relacionadas principalmente con su etapa sevillana, y que son reflejo del acendrado gusto por estos temas que se fue formando en la ciudad durante el Romanticismo.