Federico de Madrazo y Kuntz

Roma 1815 - Madrid 1894

Por: Javier Portús

Fue uno de los miembros más activos e importantes de la familia y controló el panorama artístico madrileño durante casi todo el siglo XIX. A la misma pertenecieron importantes pintores como José, Ricardo o Raimundo, el historiador Pedro e, incluso por vía política, Mariano Fortuny. Su formación temprana tuvo como escenario Madrid, y más concretamente el taller de su padre José y la Academia de Bellas Artes, de la que llegó a ser académico de mérito antes de cumplir veinte años. En esa época realizó algunos cuadros para la casa real, cuya calidad le granjeó el título de pintor supernumerario de cámara en 1833, año en el que pasó unos meses en París trabajando en el taller de Ingres. Hombre de acusadas inquietudes intelectuales, a su vuelta a Madrid aglutinó a un grupo de amigos con aspiraciones comunes, entre los que figuraban Valentín de Carderera o Eugenio de Ochoa, y fundaron en 1835 la revista El Artista, una de las publicaciones emblemáticas del Romanticismo español.

Entre 1837 y 1842 su vida transcurrió en París y Roma, donde asentó las bases de un prestigio internacional que le acompañó hasta su muerte y completó su formación al amparo de Jean-Auguste Dominique Ingres y Johann Friedrich Overbeck, que se convirtieron en los principales puntos de referencia de su estilo; el primero por la elegancia y hábil composición de sus retratos, y el segundo por el tratamiento del color y de las masas, especialmente en lo que se refiere a las composiciones de carácter religioso.

Tras la experiencia romana regresó a Madrid en 1842 con la intención de dedicarse a la realización de grandes cuadros de tema histórico o religioso, a través de los cuales pudiera mostrar sus grandes dotes técnicas y su preparación intelectual. Pero el mercado para este tipo de obras ya estaba copado y tuvo que dedicarse fundamentalmente al retrato. Su extraordinaria habilidad técnica, su enorme capacidad de trabajo, su elegancia y su inteligencia para embellecer la realidad física de sus modelos sin necesidad de alterar sustancialmente la realidad lo convirtieron en el retratista más solicitado por la alta sociedad madrileña y en uno de los mejores cultivadores del género que ha habido en España en ese siglo. Por lo mismo, su obra es un documento excepcional para conocer no solo las efigies de los principales miembros del mundo de la política, las artes o la economía del país, sino también sus ideales y aspiraciones, que se reflejan tanto en el estilo de las obras como en su puesta en escena o en los elementos de ajuar e indumentaria.

A partir de 1842 vivió fundamentalmente en Madrid, aunque realizó numerosos viajes al extranjero, llegando a residir durante dos años (1878-1880) en París. Esa parte de su vida está jalonada por los éxitos artísticos y el reconocimiento oficial, que lo llevó a ocupar importantes cargos en las instituciones culturales de la corte. Así, en 1843 fue nombrado director de pintura de la Academia de San Fernando; en 1857 la reina Isabel II lo nombró primer pintor de cámara; y entre 1860 y 1868 y 1881 y 1894 fue director del Museo del Prado.