Por:
Roberto Díaz , Alfonso Pérez Sánchez, Carlos Martín
Se considera a Alonso Cano uno de los artistas totales del barroco español, dada su dedicación a la pintura, la escultura, la producción de retablos y, aunque en menor medida, también a la arquitectura, así como por su perdurable influencia posterior, especialmente en el ámbito andaluz. Hijo de un ensamblador y tracista de retablos con el que aprendió los rudimentos de ese arte, se formó principalmente en Sevilla tras el traslado de toda la familia a la capital hispalense en 1614. Allí ingresó como aprendiz en el taller del artista y teórico Francisco Pacheco, donde conoció a Diego Velázquez, a quien le unió una estrecha relación a lo largo de los años; y hubo de pasar también por el taller del imaginero Juan Martínez Montañés, cuya huella perdura de manera innegable en su obra escultórica. Simultaneando sus dos actividades principales, como pintor y escultor, adquirió prestigio y en 1638 se trasladó a Madrid respondiendo a la llamada del conde duque de Olivares, que lo reclamó como pintor y ayudante de cámara. En la capital, su estilo se transforma en contacto con el citado Velázquez y a través del estudio de la nutrida cantidad de obras de los pintores venecianos que las Colecciones Reales atesoraban desde el siglo XVI, lo que produce una cierta italianización de su factura, unida a otras influencias como la de las transparencias de Van Dyck. En 1652 regresa a Granada, donde es nombrado pintor de la catedral, templo para el que emprende el ciclo monumental de pinturas marianas que coronan su capilla mayor, sitio regio venido a menos pues, aunque concebido como mausoleo de la dinastía de los Habsburgo, había quedado desbancado pronto por la construcción del monasterio de El Escorial.
De vida accidentada y dramática, fue acusado del asesinato de su primera esposa y, tras no pocas vicisitudes, acabó siendo ordenado sacerdote. Su arte, sin embargo, se mueve en su madurez en una esfera de serena y luminosa belleza, lejana del tenebrismo de su primera juventud, en un periplo que discurre desde el barroco más español hacia corrientes más cosmopolitas. Tras un segundo período de tres años en Madrid, en 1660 regresa de manera definitiva a Granada, donde su relación con el cabildo catedralicio empeora cada vez más, hasta el punto en que siendo ya una anciano y aquejado por la enfermedad llegó a verse desalojado de su taller situado en la torre de la catedral, la misma cuya fachada principal diseñará, pero que solo llegará a realizarse tras su muerte.
Se considera a Alonso Cano uno de los artistas totales del barroco español, dada su dedicación a la pintura, la escultura, la producción de retablos y, aunque en menor medida, también a la arquitectura, así como por su perdurable influencia posterior, especialmente en el ámbito andaluz. Hijo de un ensamblador y tracista de retablos con el que aprendió los rudimentos de ese arte, se formó principalmente en Sevilla tras el traslado de toda la familia a la capital hispalense en 1614. Allí ingresó como aprendiz en el taller del artista y teórico Francisco Pacheco, donde conoció a Diego Velázquez, a quien le unió una estrecha relación a lo largo de los años; y hubo de pasar también por el taller del imaginero Juan Martínez Montañés, cuya huella perdura de manera innegable en su obra escultórica. Simultaneando sus dos actividades principales, como pintor y escultor, adquirió prestigio y en 1638 se trasladó a Madrid respondiendo a la llamada del conde duque de Olivares, que lo reclamó como pintor y ayudante de cámara. En la capital, su estilo se transforma en contacto con el citado Velázquez y a través del estudio de la nutrida cantidad de obras de los pintores venecianos que las Colecciones Reales atesoraban desde el siglo XVI, lo que produce una cierta italianización de su factura, unida a otras influencias como la de las transparencias de Van Dyck. En 1652 regresa a Granada, donde es nombrado pintor de la catedral, templo para el que emprende el ciclo monumental de pinturas marianas que coronan su capilla mayor, sitio regio venido a menos pues, aunque concebido como mausoleo de la dinastía de los Habsburgo, había quedado desbancado pronto por la construcción del monasterio de El Escorial.
De vida accidentada y dramática, fue acusado del asesinato de su primera esposa y, tras no pocas vicisitudes, acabó siendo ordenado sacerdote. Su arte, sin embargo, se mueve en su madurez en una esfera de serena y luminosa belleza, lejana del tenebrismo de su primera juventud, en un periplo que discurre desde el barroco más español hacia corrientes más cosmopolitas. Tras un segundo período de tres años en Madrid, en 1660 regresa de manera definitiva a Granada, donde su relación con el cabildo catedralicio empeora cada vez más, hasta el punto en que siendo ya una anciano y aquejado por la enfermedad llegó a verse desalojado de su taller situado en la torre de la catedral, la misma cuya fachada principal diseñará, pero que solo llegará a realizarse tras su muerte.