Colección
El rey Carlos III
- c. 1786
- Óleo sobre lienzo
- 197 x 112 cm
- Cat. P_135
- Encargo al autor por el Banco Nacional de San Carlos
El retrato de Carlos III (Madrid, 1716-1788) se ha tenido como uno de los peores del conjunto que el artista realizó para el Banco de San Carlos entre 1784 y 1788. Aureliano de Beruete, por ejemplo, creyó que se trataba de un retrato póstumo del monarca, mientras que Xavier de Salas opinaba que habría sido pintado con anterioridad para otro destino y transferido tardíamente al Banco. Sin embargo, su pago el 29 de enero de 1787 junto con el de los retratos del conde de Altamira y del marqués de Tolosa, por los que se pagaron 10 000 reales de vellón, consta en los archivos del Banco y lo sitúa en ese año o a fines del anterior. Se ha tenido como el retrato que colgaba en la Sala grande de Juntas Generales de la institución, que se registra en un inventario de hacia 1806-1807 como «Vn retrato de Carlos III en cuerpo entero con su marco dorado», lugar donde colgaban los otros retratos de esa institución pintados por Goya. Sin embargo, por su tamaño y significación iconográfica se podría situar en el que en el mismo documento se registra en la Sala de Juntas de Gobierno como único cuadro de la misma, justamente como retrato regio en el dosel de esa sala y en la zona más representativa de la institución, fundada por el rey y de cuyo santo patrono tomó su nombre.
El retrato es, por tanto, el primero de los que Goya dedicó al monarca, y distinto del segundo, fechado hacia 1788, en el que el rey aparece como cazador, procedente de la colección real y que conserva el Museo del Prado. Algunos detalles técnicos de la ejecución del retrato del Banco podrían indicar que efectivamente fue el primero, ya que en la superficie de la pintura se aprecian numerosos ajustes en la posición del rey, como en la cabeza y el hombro derecho o en los pies, que estaban algo más adelantados y abiertos, así como en los perfiles de la casaca y del brazo derecho del monarca, cambios que no aparecen en el del rey cazador. Es posible, además, que en el del Banco el rey hubiera apoyado su mano izquierda sobre el bastón que llevaban los directores de esta institución; su perfil se aprecia a la derecha de su figura y sostiene la bengala de capitán general de los ejércitos con su mano izquierda, detalle de interés que resalta la visión más oficial del rey, como en el retrato de Mengs. La radiografía y la reflectografía de rayos infrarrojos confirman los cambios introducidos por el artista.
Anteriormente se pensó que Goya no retrató al rey del natural y que adaptó sus facciones a las del retrato que Anton Raphael Mengs había pintado hacia 1765, más de veinte años atrás, convertido en la imagen oficial del monarca y divulgada ampliamente por la estampa, como la de Manuel Salvador Carmona. En realidad, todos los retratos de Carlos III a partir de la obra maestra de Mengs siguieron un planteamiento que ennoblecía y dotaba de dignidad el rostro peculiar del rey, de gran nariz y boca hundida. Mariano Salvador Maella, por ejemplo, había hecho casi un calco de las facciones de aquel en sus retratos de 1784, como en el del Palacio Real, en el que viste el hábito de gran maestre de la Orden del Toisón de Oro, o el de tres cuartos que conserva también el Banco de España. Goya siguió el modelo impuesto, sin duda para que se reconociera de inmediato el poder del rey, ya que su imagen estaba tan extendida que había suplantado incluso a la verdadera del monarca. Sin embargo, realizó cambios fundamentales en relación a la edad y la expresión del retratado, así como en la acentuación naturalista del color tostado del rostro, que contrasta fuertemente con la blancura de la frente de la obra de Mengs. Las conocidas referencias de la época atestiguan que la actividad diaria cinegética del rey había curtido su rostro en extremo, pero Goya insistió además en la profundidad de sus arrugas, ahora muy marcadas, o en la piel colgante del cuello, que resulta de gran realismo y evidencia su edad. Por otra parte, la acentuación de la sonrisa en el rictus de la boca y en la intensidad de su divertida mirada lo acercan al espectador y captan su atención, lo que no sucede con el retrato de Mengs. Goya, que conocía al rey en persona por las menciones que hace en las cartas a su amigo de infancia en Zaragoza, Martín Zapater, y que muy bien pudo haber tomado del monarca un estudio del natural para ejecutar el retrato, tuvo que experimentar la misma impresión ante el rey que describía con acierto el conde de Fernán Núñez, en su Vida de Carlos III: «La magnitud de su nariz ofrecía a primera vista un rostro muy feo, pero pasada la impresión, sucedía a la primera sorpresa otra aún mayor, que era la de hallar en el mismo semblante que quiso espantarnos una bondad, un atractivo y una gracia que inspiraban amor y confianza».
La importancia de este retrato real y de su destino en un lugar representativo del Banco de San Carlos queda demostrada por la técnica empleada por Goya, así como por su colorido y luminosidad. Posiblemente presidía la Sala de Juntas de Gobierno y colgaba del terciopelo o «damasco carmesí» del dosel registrado en el inventario y sobre el que los tonos verdes debían de resaltar con fuerza. Goya acentuó por ello la densidad de la superficie con una gruesa capa de pintura y pinceladas de potentes empastes. El tono verde del traje, que matiza con maestría en los bordes luminosos para situar a la figura en el primer plano, está realzado por el abundante bordado de oro, casi en relieve, que brilla magistralmente con la luz y dirige con habilidad la mirada del espectador hacia el rostro del monarca, encuadrado a su vez por el perfecto triángulo de colores formado por las bandas de las órdenes militares y la doble cadena de oro de la que pende el Toisón y la Gran Cruz de su propia Orden de la Inmaculada.
Esta imagen del rey enlaza además con la función del Banco de San Carlos por medio de la decoración de la franja del fondo luminoso concebido por Goya y nunca bien interpretado, sobre el que destaca con maestría la figura del monarca. Es posible que ese tipo de decoración estuviera en realidad en alguna de las salas del Banco en esos primeros años, aunque no necesariamente. Goya, como todos los grandes artistas, fue capaz de situar a sus personajes en un espacio alegórico que aclaraba el mensaje del cuadro, como hizo por ejemplo en La familia de Carlos IV. Por otra parte, la belleza y tensión del dibujo decorativo parecen surgir de su imaginación para dar respuesta a las sugerencias de quienes casi con seguridad apoyaron a Goya para el encargo del Banco —Juan Agustín Ceán Bermúdez o Gaspar Melchor de Jovellanos—, no sólo como una copia de algo ya elaborado por los «adornistas de profesión», como definió Goya a los pintores que se dedicaban a suministrar motivos para los «adornos», como grecas, tapices, alfombras, etcétera. Las figuras enfrentadas de esa decoración son en realidad grifos, y no leones alados o dragones, como se han descrito anteriormente. Esa iconografía era coherente con la función del Banco, ya que los grifos, seres mitológicos con cabeza de águila y a veces orejas puntiagudas, alas y cuartos traseros de león, que fueron usados como animales heráldicos desde Grecia, tenían la misión de guardar el oro y otros tesoros de los dioses. Por otro lado, en el retrato de Goya, entre los grifos enfrentados, aparece otro motivo decorativo de interés, que tampoco se ha descrito anteriormente: el caduceo de Mercurio, las dos serpientes enfrentadas que, a modo de vara, llevaba el dios. Este aparece sentado y sosteniéndolo en la greca decorativa de la cédula de creación del Banco de San Carlos y es un motivo que aún permanece unido a la simbología del Banco de España en la actualidad, como puede observarse en la decoración de sus verjas. El caduceo, utilizado también por los alquimistas como símbolo de la transmutación del mercurio en oro, se tuvo desde sus orígenes como emblema del comercio y se ha utilizado como insignia de instituciones dedicadas al estudio y a la enseñanza de la economía. En el cuadro de Goya, Carlos III está justamente ante esos dos símbolos unidos que representaban el comercio y la riqueza, así como su conservación y aumento por el recién creado Banco de San Carlos.
Rey de España 1759 - 1788
Nació en Madrid el 20 de enero de 1716. Era hijo de Felipe V (1683-1746) y de su segunda esposa, Isabel de Farnesio (1692- 1766). Gozó de buena salud y fue muy aficionado al ejercicio de la caza. Además del castellano, hablaba francés y tres dialectos italianos; escribía en latín y aprendió algo de alemán. Mostró gran interés por los oficios manuales (la relojería y la imprenta) y por los juegos, como el billar. Destacó en el estudio de la geometría y las matemáticas, por su afición a las flores y a los árboles y por sus conocimientos de táctica militar y fortificaciones.
En 1731, a la muerte de Antonio Farnesio sin descendencia, heredó el ducado de Parma. Isabel de Farnesio había conseguido el reconocimiento de los derechos sucesorios de los Farnesio y de los Médici en su hijo Carlos. Con motivo de la Guerra de Sucesión (1733-1735) de Polonia, los reyes de España y Francia suscribieron el Primer Pacto de Familia en 1733. El infante don Carlos al mando de los ejércitos españoles en Italia conquista Nápoles en 1734 para Felipe V, quien lo proclama rey. Después de conquistada la isla de Sicilia en 1735, nacía el Reino de las Dos Sicilias, donde reinó como Carlos VII desde 1734 a 1759 en que fue proclamado rey de España. Durante estos años ambos reinos mantuvieron autonomía, junto con sus respectivas leyes, instituciones y privilegios. Su reinado ha sido considerado como el punto de partida de la historia moderna de la Italia meridional. Aunque Nápoles fue elegida como capital del nuevo reino, siempre se mostró atento a los problemas de gobierno en Sicilia.
Su reinado fue tímidamente reformista. Se emprendió una reforma fiscal que terminó por fracasar, y se fundó el Banco de Nápoles en 1751 al tiempo que se intentaba unificar el sistema monetario. La agricultura, por el contrario, siguió siendo de mera subsistencia, y la ganadería, trashumante. Destacó su actividad de mecenazgo artístico, cuyos principales exponentes fueron las excavaciones de Herculano y Pompeya; le corresponde el mérito de haber organizado, de forma sistemática, las tareas de recuperación de las ciudades sepultadas por la erupción del Vesubio del año 79 d. C.
Se casó con María Amalia de Sajonia en 1738. Tuvieron trece hijos, seis varones y siete mujeres. Entre ellos, Carlos Antonio, que llegaría a ser rey de España bajo el nombre de Carlos IV; Fernando, que sería sucesor de su padre en el Reino de Nápoles; y Gabriel Antonio, hijo predilecto del rey Carlos, que acabaría casándose con Maria Ana Victoria, hija mayor de los reyes de Portugal.
Fue proclamado rey de España el 11 de septiembre de 1759, al morir Fernando VI, su hermano, sin descendencia. En la Corona de las Dos Sicilias le sucede su hijo Fernando, bajo la regencia de Bernardo Tanucci. Llega a España por el puerto de Barcelona y a Madrid el 9 diciembre de 1759; la entrada solemne y oficial tuvo lugar en julio de 1760. Ese mismo año, en septiembre, falleció la reina María Amalia de Sajonia. Carlos III permaneció viudo hasta su muerte.
En su primer Gobierno mantuvo a los mismos secretarios del Despacho del anterior reinado, excepto en Hacienda que nombró a Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache —su ministro de hacienda en Nápoles—, que asumió el protagonismo político, junto a Bernardo Wall. Su gestión inicial —y la de sus ministros— se proyectó sobre tres campos principales: Hacienda, el Ejército y la Marina. La política financiera partió del reconocimiento de las deudas de la Corona en el reinado de su padre, Felipe V, que Fernando VI se había negado a asumir. Las reformas en el Ejército y la Marina venían reclamadas por la situación internacional, en plena Guerra de los Siete Años (1756-1763). Carlos III era partidario de la neutralidad armada, que no pudo mantener: Inglaterra declaró la guerra a España en diciembre de 1761. Con un ejército y una marina todavía escasamente preparados, las consecuencias fueron desastrosas: el Tratado de París de 1763 consagró a Inglaterra como la gran potencia hegemónica europea.
Su reinado en España comenzaba con una derrota exterior, y quizá por ello los proyectos de reforma de la monarquía española recibieron un impulso firme. Las reformas se produjeron en muy diversos ámbitos, desde el fiscal a la reorganización de la administración de justicia, la ley de amortización de bienes raíces por el clero, la eliminación de trabas que encorsetaban la producción gremial, la libertad del comercio de granos en 1765, el control de privilegios del Concejo de la Mesta en Extremadura y la introducción del comercio libre con los dominios de América entre 1765 y 1778; la pretensión de conseguir una industria popular, la fundación de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía, la atención a los marginados sociales, la organización y reforma de los planes de estudios de las Universidades (Salamanca, Valladolid, Alcalá), y la supresión de los Colegios Mayores; la fundación de Sociedades Económicas de Amigos del País o la creación del Banco Nacional de San Carlos en 1782.
Su reconocida afición edilicia se manifestó tanto en Nápoles como en Madrid, donde mereció el sobrenombre de «el mejor alcalde de Madrid». Destaca la mejora urbana (empedrado de calles, construcción de desagües y pozos ciegos, colocación de farolas) encargada a Francesco Sabattini. Procuró convertir a Madrid en la gran capital de la monarquía española embelleciéndola con edificios y monumentos como el Museo de Historia Natural, el Hospital General, el Colegio de Cirugía, el Observatorio Astronómico o el Jardín Botánico. Protegió las artes industriales, de ahí que instalase, en 1759, la fábrica de porcelana de Capodimonte en el Buen Retiro; que impulsase la Real Fábrica de Paños de Segovia, en 1762; o que velase por la fábrica de cristal de La Granja, fundada por Felipe V y reacondicionada en 1773. También le interesó el fomento de la ciencia y la técnica, en especial la Botánica y la Medicina, para lo que envió a América varias expediciones científicas, entre otras la de osé Celestino Mutis en Nueva Granada (1782-1808).
El reinado de Carlos III en España inicia una segunda etapa a partir de 1766, más concretamente tras producirse el llamado Motín de Esquilache en Madrid, acompañado de múltiples motines en otras provincias. El pretexto para el estallido del motín el 10 de marzo de 1766 fue un bando que prohibía el uso de los tradicionales embozos, capas largas y sombreros redondos que debían ser sustituidos por la capa corta o redingote y el sombrero de tres picos, a fin de facilitar la identificación de quienes delinquiesen. Los amotinados, además de mantener la indumentaria española, reclamaban la rebaja del precio del pan y el cese de los ministros extranjeros (sobre todo, Esquilache).
Una destacada consecuencia de los motines de la primavera de 1766 fue la expulsión de la Compañía de Jesús, muy influyente en la Iglesia de la época y defensora de las doctrinas contrarias al poder temporal de los reyes, dada su absoluta dependencia del papa. En un dictamen fiscal de 1766, Campomanes solicitaba el extrañamiento del reino de los jesuitas, lo que finalmente consiguió Floridablanca del Papa Clemente XIV en 1773. Aunque acusados oficialmente de instigadores, los ministros de Carlos III fueron conscientes de que el hambre y la escasez de alimentos habían sido la causa principal, lo que explica posteriores medidas de política agraria como la Ley Agraria (1784), que recortaba privilegios del ganado mesteño, y la declaración de honrados de diversos oficios mecánicos.
Durante el decenio de 1766 a 1776 —marcado por el motín y la caída de Esquilache—, el Gobierno de la monarquía descansó en una serie de hombres y nombres: Grimaldi, como primer secretario del Despacho; Aranda y Campomanes en la presidencia y la fiscalía del Consejo de Castilla; y, actuando coordinadamente con los dos anteriores en todo lo relativo a la política regalista, Roda, secretario del Despacho de Gracia y Justicia. La rivalidad entre Grimaldi y Aranda se tradujo en la disputa, dentro del mundo de las facciones cortesanas, de los «golillas» o letrados frente al denominado «partido aragonés». El fracaso de la expedición a Argel, en el verano de 1775, determinó la caída de Grimaldi y su sustitución por Floridablanca como secretario del Despacho de Estado. Su marcha supuso la desaparición de los extranjeros del Gobierno de la monarquía.
Nada más tomar posesión de su cargo, Floridablanca se enfrentó a asuntos como el de la independencia de las trece colonias inglesas de Norteamérica. La renovación del Tercer Pacto de Familia (de 1761) con Francia mediante la Convención de Aranjuez, de 1779, que situó a España al borde de la guerra con Inglaterra. Floridablanca no pudo mantener el papel de árbitro internacional que deseaba y, a instancias de Francia y con el apoyo de Carlos III, hubo de suscribir dicha Convención, que llevó a la declaración de guerra y que concluyó, sin embargo, con la ventajosa Paz de Versalles por la que España recuperó de Gran Bretaña la isla de Menorca y ambas Floridas. Una consecuencia de la guerra fue la emisión de deuda pública, los denominados vales reales, desde 1780.
En los últimos años del reinado de Carlos III, Floridablanca consolidó su predominio político, se convirtió de hecho en una especie de primer ministro; esta situación desembocó en la creación de la Junta Suprema de Estado por Real Decreto de 1787 acompañado de Instrucción reservada en cuya redacción intervino el propio Carlos III. Esta Instrucción constituye un programa de gobierno interior y exterior de la monarquía en la segunda mitad del siglo XVIII. La puesta en funcionamiento de la Suprema Junta de Estado por Floridablanca, parece ser la solución lógica para un monarca que se hallaba próximo a la muerte. Otorgó testamento ante el conde de Floridablanca, en su condición de secretario interino de Gracia y Justicia, en la mañana del sábado 13 de diciembre. Murió el 14 de diciembre de 1788. Carlos III fue el primer Borbón español que quiso reposar junto a los reyes de la Casa de Austria, en seal de continuidad dinástica de la monarquía hispana. Fue el último monarca español —cronológicamente hablando— del Antiguo Régimen, puesto que falleció antes de la Revolución Francesa de 1789.
El retrato más íntimo de Carlos III que se conserva es el que dejó escrito el conde de Fernán-Núñez, destaca que era de trato familiar y sencillo, y modesto de atuendo (de caza siempre que se hallaba en el campo); procuraba mostrar un carácter muy contenido, dominio de sí mismo, sencillez y hasta campechanería en ocasiones. Muy religioso, devoto de la Inmaculada Concepción y de San Jenaro, de castas costumbres, austeras y rutinarias. Fernán-Núñez hace especial hincapié en su afabilidad con todos, también con las gentes humildes o con los criados.
Entre los juicios globales que algunos contemporáneos hicieron de su reinado, merece destacar los que realizaron tres espíritus críticos. Jovellanos, en su Elogio de Carlos III (1788), concluía que había sido «la mano sabia y laboriosa que esclareció y entresacó a la nación de la influencia de los errores políticos»; Cabarrús, en otro Elogio de Carlos III (1789), sostuvo que no había tenido más norte que el de la felicidad de sus vasallos». Y, en su Elogio fúnebre (1789), José Nicolás de Azara afirmó que había sido «en el trono lo que, siendo vasallo, hubiera querido que fuera su monarca».
Extracto de: J. M. Vallejo García-Hevia: Diccionario biográfico español, Madrid: Real Academia de la Historia, 2009-2013.
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